Araceli Otamendi







































Cuando baja el sol

Dicen que el crepúsculo, cuando baja el sol, cuando se va ocultando y el cielo se torna de color rosado, es la peor hora del día. Nos desconectamos, nuestra atención disminuye, debemos aflojarnos y es mejor no hacer nada. Puede ser, al menos eso lo decían cuando aprendí a manejar. No salgan a la ruta a la hora del crepúsculo cuando el sol baja, repetía el profesor una y otra vez. Y si están viajando paren, estacionen el auto en alguna estación de servicio y esperen a que se haga la noche, que haya oscuridad.
Será por eso que muchas veces, a esa hora, que también llaman la hora del llanto cuando se trata de bebés, salgo a caminar. Es que debe ser la hora en que llorábamos cuando éramos chicos, la incipiente oscuridad, el cielo rosa nos va avisando que el día se va a terminar. Es también la hora en que lloraban mis hijos sin motivo, hasta que el médico me lo enseñó, como el profesor que me enseñó a manejar: a esa hora nos desconectamos, es la hora de la angustia en los bebés, es la hora del llanto.

Y fue una tarde, cuando baja el sol que la encontré en la calle, mientras caminaba. Llamémosla Mara. Hacía años que no nos veíamos, ella me llamó, la miré durante algunos segundos y la reconocí. Me preguntó si podíamos tomar algo y conversar, tal vez en algún bar. Sí, dije. Tenía tiempo y no me costaba nada hacerlo.
Años que no nos veíamos y ya no recordaba el motivo del alejamiento. Tampoco teníamos muchos temas de conversación, más que contarnos retazos de nuestra vida, tal vez. Nunca habíamos coincidido en casi nada.
Creo que pedí un café y ella una bebida sin alcohol, una gaseosa. Fumaba, tosía. Yo la miraba. Me dí cuenta en ese momento, cuando ella fumaba y el humo del cigarrillo subía y se esfumaba hacia la calle - estábamos en la vereda -, que no tenía nada que decirle.
Éramos dos extrañas, después de tanto tiempo. Porque para que haya una amistad se
requiere tiempo, cuidado, es como regar una planta y compartir muchas cosas.
Decidí escucharla. Y mientras lo hacía miraba el cable de teléfono que cruzaba la calle de vereda a vereda, donde las palomas, que parecían varias docenas se mantenían una al lado de la otra. Es una plaga, decían, que azotaba la ciudad. Cantidad de palomas por todas partes. En la vereda, sobre las cornisas, en los cables. Y debía ser que la población de palomas había crecido tanto porque hay muchas personas solas que se entretienen con eso, arrojando a los pájaros migas de pan húmedas en las esquinas, en los parques. Y los pájaros comen y comen, a veces parecería que van a reventar. Y las palomas eran tantas que también venían en esos días a mi balcón a caminar, a pasear mientras el gato dormía. y no las podía ahuyentar. Caminaban moviendo su silueta gris peltre, de una punta a la otra como si estuvieran en su casa.
Escuché el relato de la vida de Mara, las ilusiones efímeras, los fracasos sentimentales. Ya no creía en el príncipe azul, ese que aparecería alguna vez, confesaba.
Había sido bonita, ya no lo era. Se había convertido en otra persona, muy distinta a la que yo recordaba haber conocido. Me fuí armando de paciencia para seguir escuchando el relato.
Mentalmente iba comparando a Mara con ese recuerdo de ella que tenía en la memoria, quise escucharla, saber qué tenía para decirme, por qué me había llamado. Toda persona que se nos acerca nos trae un mensaje, decía Marguerite Yourcenar. Será por eso que seguí ahí sentada.
Pero ella se entretenía en contarme un cúmulo de frustraciones y de ruinas, no se daba
respiro ni me lo daba. Quise saber si había algo positivo en su vida ahora. Pero no, era tanto
lo del otro signo, que no se veía la luz, sólo había oscuridad.
Ya no veía el momento de irme de ahí, seguir caminando, volver a mi casa, leer un libro, cualquier cosa antes de seguir escuchando. Porque sabía que además, no iba a poder ayudarla. Su vida ya estaba hecha. Toda vida es un proceso de demolición, decía Scott Fitzgerald. Y en el caso de Mara la vida vivida tan rápido, sin medida, había arrasado con un montón de cosas. Y ella estaba ahí, contándome lo más tranquila, ese tsunami que había sido su vida, esa reclusión que era lo único que tenía ahora.
Con que era eso. Algunos en esta gran ciudad se entretienen dando de comer a las palomas, arrojándoles pan en la calle. Y otras personas como Mara buscan a alguien, tal vez a una extraña como yo, porque ya éramos dos extrañas, para mitigar su soledad.
La dejé hablar unos minutos más. Llamé a la moza que nos había atendido y le pedí la cuenta.


(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

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