Elena Marqués Núñez


Abbas Kiarostami




La vuelta de Aaminah*

 Tenía los ojos cerrados, pero no dormía. Con la pierna estirada y entumecida, Aaminah se sostenía a duras penas entre dos cajones inmensos de cuyo contenido nadie se atrevía a hablar directamente. No cabía un alma en el furgón.
En el regazo dormía Rashid. Después de masticar con desgana los trozos de pan que su hermano Hazim cogiera al vuelo en el reparto, aún estuvo llorando dos horas. La fiebre le había subido un poco y el calor era sofocante, pero el agotamiento pudo con él y acabó abandonándose a un sueño pesado y benefactor. Su pecho subía y bajaba en sincronía perfecta con el traqueteo del camión. Eran las doce.
Aaminah empezó a recordar uno por uno todos sus errores: la disputa a voces con su madre, que de vieja desvariaba más que de costumbre; la salida apresurada del pueblo, sin despedidas ni reproches; la muerte de Faisal en tierra extraña por una discusión de poca monta. ¿Dónde estarían ahora?
Mas ya no cabían la marcha atrás ni el arrepentimiento. Al otro lado de la puerta corría un paisaje inhóspito y oscuro.
Cuando llegó a la estación fue incapaz de entenderse con el empleado que vendía los billetes. La miró con una mezcla de pena y de desprecio. Y ella era tremendamente orgullosa. Una mujer que huye con dos hijos a cuestas y sin nadie que la proteja no iba a dejarse vencer por el pequeño inconveniente del lenguaje.
Por eso, cuando aquel hombre se ofreció a llevarlos hacia el sur, ella no dudó, aunque el precio se disparara y el resto de los pasajeros iniciase una sonora protesta por el sobrepeso y la carga incómoda y el mal agüero, por qué no decirlo. Pero todos tenían prisa por llegar a algún lugar. Otros por quitarse de en medio y enterrar dignamente a sus muertos.
Ahora, con el vaivén de la noche y el sopor de tanta respiración humana que descansa, recuerda el azul del cielo del desierto y siente que las lágrimas la traicionan.
Su infancia fue sencilla, como debe ser la niñez en todas partes. Ayudaba a hacer la harira, ordenaba la casa, baldeaba el patio y mataba con pericia los enormes mosquitos que atraía la madreselva. En una habitación con poca luz dormía con todos sus hermanos, y jugaban a los hospitales con vendas de mentira, y en redomas de dudosa limpieza fabricaban pócimas y remedios mágicos con trigo y agua sucia. A veces perseguían a Ozu, el perro del vecino, por ver si sus ungüentos le devolvían el lustre al maltrecho pelaje.
Aaminah tuvo unas fiebres malas cuando tenía ocho años. Regaba el suelo con el sudor espeso de la calentura y sufría pesadillas que la hacían desvariar. Su madre, que limpiaba la casa de una española amable, no podía quedarse a darle los remedios que idearan generaciones enteras de inmóviles observadores, y ella lloraba y dormía a partes iguales por sacar provecho a su infortunio. Su hermano Omar, que andaba impaciente por reanudar los juegos, intentaba a duras penas que la enferma tragara una de aquellas pastillas que fabricaran en sus buenos momentos de solaz.
Una tarde apareció la madre acompañada de un hombre con maletín. «Es don Manuel», fue lo que dijo. Un doctor de verdad.
Don Manuel reconvino a la mujer por tener allí tirada a una criaturita con aquel desvarío, pero al punto vio que la casa no tenía más estancia que un salón donde comer y un lecho para el patriarca, que demasiado hacía por sacar adelante a la camada, lo que le daba derecho a gozar de ciertos privilegios.
El doctor la examinó con detenimiento y dulzura, y, hecho el diagnóstico, le dio unas grageas amargas que atemperó con azúcar, y luego le acarició la cara y le dijo «esto no es nada». Sus ojos eran tristes y Aaminah pensó que don Manuel, con su bigote, su perfume y su sabiduría, no era feliz por aquellas tierras, y también pensó que todo hombre es de donde nace, y que don Manuel habría dejado hermanos y una madre para ganarse el sustento y morir abrasado por aquel sol inclemente y unos pacientes insumisos y desagradecidos. Y luego pensó, a punto ya de dormirse, que qué injusta es la vida.
El camión se ha detenido. Fuera hay un trasiego tenue. Seguramente el conductor toma un tentempié para seguir la ruta; seguramente charla con una camarera que le sirve algo más suculento que los mendrugos repartidos hace unas horas. No hay que ser injusto. Tampoco el hombre tenía obligación de alimentarlos. Él les ha ofrecido el transporte; no tiene culpa de que la mayoría de la mercancía sean unos destripados que vinieron con ganas de comerse el mundo y ahora vuelven con el rabo entre las piernas y muchas historias para olvidar.
Aaminah mira a la mujer que más enfado mostró con su llegada. Dormida tiene una dulce sonrisa. No ha de ser mala. Todo el mundo lucha por sus cosas. Bastante ha de tener con lo que lleva a cuestas.
Para entretenerse, para matar un tiempo que se prolonga inexplicablemente, Aaminah inventa una historia para cada viajero. Observa los grupúsculos que siembran el suelo del remolque, recompone las familias y las envuelve en un destino común. Aquel montón de allá viene de Barcelona, porque alguno ha hablado con palabras que no conocía, con un acento que escuchó a un político en las noticias. Se ve que les fue mal y que están resentidos. Aquellos otros regresan porque el padre enfermó, y la mujer de ojos inmensos solo sabe repetir «no llegaremos, no llegaremos». Seguro que quiere asistir a los funerales y anda sufriendo una angustia inconsolable. Pero las mujeres del desierto son poco dadas a los excesos, según les pide su propia religión y la sumisión de siglos y una inexplicable gratitud por seguir vivas.
En el rincón más cercano a la cabina, en un sitio de claro privilegio que les tocó en suerte por el simple hecho de haber llegado los primeros, se estira otra mujer que también tiene hijos, y una anciana que los acompaña y organiza y riñe, y que con una gran soltura ha creado un confortable campamento familiar donde, en un orden relativo pero con pleno aprovechamiento de los espacios, ha colocado equipajes e improvisados camastros. Incluso gozan de un rinconcito para las deposiciones.
Si al menos los dejaran salir a estirar las piernas, a respirar el aire fresco de mayo y seguir con sus lamentos bajo el cielo estrellado...
Con el vaivén Aaminah se adormece. Deben estar cerca, pues llega, entre el amasijo de sudor y duermevela, un suave olor a mar, a algas, a una costa grata donde es más fácil morir si se da el caso.
El camión va frenando. Se oyen voces fuera. Los ojos, que descansaban, se abren al unísono, alarmados y mudos. Se miran unos a otros implorando silencio. Se impone acallar a los niños. Pero la mayoría duerme con una placidez que lastima, que puede quebrarse con la misma ligereza con que llegó hace unas horas.
Aaminah sabe que Rashid sueña con un desierto que aún no conoce, pero que ella se ha encargado de contarle para que no lo olvide, para que sepa cuáles son sus raíces, si es que los descendientes de bereberes saben de eso, y no de viajes interminables, de caravanas largas, de sueños que no acaban por anclar. Este mismo que emprendieron, ya pasados tres años, a punto está de desvanecerse, si no lleva evaporándose desde que Faisal se metió en lo que no debía por sacar unas perras.
Aaminah se lo dijo desde el principio. «No me gusta ese hombre. Huele a muerte». Y Faisal, que sonreía ante tanto recelo, ante un miedo que su esposa nunca había tenido, no hizo caso, y siguió sonriendo cuando la cosa se torció y lo amenazaban casi a diario, y siguió con la misma estúpida sonrisa cuando la disputa y cuando cayó hecho un pelele en el portal y cuando subió agarrándose las tripas que intentó a duras penas recomponer su esposa, que no daba abasto con tanta sangre y tanto trozo de cuerpo desperdigado y tanto llanto infantil tras de la puerta, y sin las vendas de mentira y las pócimas y remedios mágicos que fabricara en sus días felices junto al patio de la madreselva.
El conductor se ha bajado. Parece que discute. Las voces, pues son varias, se trasladan, se dirigen al portón, esa losa que les cayó en Móstoles y que ahora los deja ver por un instante un cielo oscuro y hermosísimo, como el que se distingue desde el desierto en las noches más frías. Hazim, que no duerme desde el día en que se inició su forzada orfandad, apunta entonces «el cielo es igual en todas partes», y Aaminah sonríe porque no sabe lo que dice, y sigue sonriendo cuando bajan todos, en apresurado tropel, al arcén de una carretera donde nada se ve, sino unas luces azules que no son de faro ni de bienvenidas, sino de una patrulla de la Guardia Civil que los mira con tristeza porque sabe la de vidas que se desmoronan tras cada par de pies que bajaron pesadamente del alto camión.
Aaminah sonríe. Debe conservar la calma. Y más ahora que bajan el cajón donde apoyaba la pierna hasta hace un rato, donde resistía entumecida para mantener a Rashid en el regazo y dejarlo dormir y acunarlo y susurrarle las canciones que cantaba con Omar en el patio donde crecía la madreselva y mataban mosquitos con pericia. Uno de los hombres uniformados pregunta con voz firme «qué hay en ese cajón», y, al no recibir contestación plausible, sino unos ojos de espanto y una voz que claudica, se apresta a hacer palanca precisamente ahora, cuando nota que Aaminah deja de sonreír. El conductor intenta escapar, pero es noche cerrada y se tropieza y cae. (Quién sabe si él también resbaló en sus propias lágrimas.) Y abierto ya el cajón, a la luz incierta de una linterna de luz extrañamente blanca, el hombre que preguntó con firmeza e hizo palanca ante los ojos de espanto y la voz que claudica distingue aquel amasijo de vísceras y sangre que antaño fue un esposo, y un padre, y un inocente que se dejó embaucar en un negocio que no tenía buena pinta, y que ahora solo viaja para dormir en paz bajo el cielo estrellado que abandonó hace tres años, once meses y dos días.

 (c) Elena Marqués Núñez
*cuento finalista en el concurso Historias de inmigrantes

Acerca de la autora:

Elena Marqués Núñez nació en 1968 en Sevilla (España), donde estudió Filología Hispánica. Actualmente trabaja como correctora de textos en el Servicio de Publicaciones Oficiales del Parlamento de Andalucía. Tras quedar finalista en varios concursos de cuento y de poesía, ha obtenido el primer premio del concurso de relatos cortos «Paso del Estrecho», con Desubicados; mención honorífica en el Alicia Moreau de Justo, con Cierra las ventanas, y el tercer premio del certamen «Poemas sin rostro», con Tardes de lluvia. Tiene algunas publicaciones en libros colectivos; entre ellos «Ávila», en Miradas y letras en el camino de la Lengua castellana (León, Fundación Camino de la Lengua, 2010); «Amor secreto», en Dreceres (Barcelona, Debarris, 2010); «Cinema Paradiso», en El beso (Vigo, Ediciones Castañeda, 2010); «Cierra las ventanas», en Antología del concurso literario internacional «Alicia Moreau de Justo» (Argentina, Libros en colectivo, 2010); «Pícaros», en Ex Novo. Revista d’Història i Humanitats (n.º 6, 2010); «El albarquero», en Artesanía comprimida’10 (Toledo, Vicepresidencia y Consejería de Economía y Hacienda de la Junta de Castilla-La Mancha, 2010), y «Quesos Gomber», en Artesanía comprimida’10 (Vicepresidencia y Consejería de Economía y Hacienda de la Junta de Castilla-La Mancha, 2010).


 imagen:

Los caminos de Kiarostami
1978-2003
Fotografía blanco y negro impresa en Bugionovi, Roma, 2006
50,3 x 77,8 cm
Cortesía Museo Nazionale del Cinema, Torino, Italia
(de la muestra en el Malba)



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