Julio Picón Ponce


Taba Cué


Tendría 7 u 8 años, no recuerdo bien la fecha, solamente los hechos, las circunstancias y el misterio. Frecuentemente acompañaba a mi abuelo hasta una chacra usufructuada en un paraje llamado Yvyra`i, donde tenía una pequeña huerta de batatas y mandiocas. Yo ayudaba, a pesar de mi corta edad, removiendo la tierra adyacente a los tallos y tubérculos. Mi abuelo, mucho más fuerte y vigoroso, se encargaba de arrancar de raíz las plantas de mandioca, lo que demandaba un esfuerzo importante. Siempre salíamos temprano, como a las 7, más o menos. Previamente nos devorábamos un majestuoso desayuno hipercalórico, con mate cocido y un revuelto de huevos y carne.
Ese día, tomamos el arenoso camino que se extiende hacia el oeste, continuando la calle San Luís del Palmar sobre la que estaba mi casa. Yo iba montado sobre un caballo, viejo y manso, al que llamábamos “Moro”. Pasamos por el frente de la escuelita Bolaños y seguimos hacia nuestro destino, primero por otro camino arenoso y luego por una senda apenas visible que atravesaba un campo y se perdía contra un monte de espinillos. Alguien más nos acompañaba, no recuerdo quién, pero todos íbamos a caballo. Cuando llegamos cada uno se dedicó a una tarea y yo, jugando con mi fantasía, removía la tierra con una palita y la juntaba alrededor de los tallos de mandioca.
Cerca de las 3 de la tarde, se podía apreciar un evidente cambio atmosférico; repentinamente los nubarrones oscurecieron el cielo y amenazaban con una importante lluvia. Era hora de ponernos en marcha para evitar quedar en medio de la incipiente tormenta.
Monté sobre el “Moro” y comencé a seguir, con el cansino ritmo equino, a mi abuelo y a la otra persona (creo que era un peón), que marchaban unos metros más adelante. Para el regreso tomamos otro camino, no recuerdo porqué. Atravesamos el espeso monte itateño, observados por los pájaros y demás bichos que viven en ese ambiente, que parecía virgen, pero no tanto, porque se veía de vez en cuando algunos troncos rollizos que fueron abatidos por la mano del hombre o alguien con hacha. Nuestro avance parecía monótono por su normalidad; salíamos de un monte y nos esperaba un claro, y más allá otra pequeña selva, y seguíamos así, como sin rumbo, sin camino marcado, pero guiados por el instinto natural del hombre de campo, que identifica los puntos cardinales en la mas densa espesura. De repente, mi abuelo le susurró algo al otro hombre, éste se rió y con un gesto entre burlón y negativo le dijo:
- ¡Noooo, Don Pedro, esas son macanas! ¡Cuentos de borrachos! ¡Jaja! – y luego azuzó a su caballo, a quien se lo veía nervioso y arisco. Con este estímulo, el animal penetró, remoloneando, un muro verde y no se lo vio más; mi abuelo siguió el ejemplo y entró al monte. Y no tuve otra opción e hice lo mismo.
Al principio todo iba bien, nada extraño; se escuchaba el piar de algunos pájaros y las ramas se movían por el viento que pregonaba a la lluvia. Inesperadamente algo cambió, yo lo sentí; los cascos de los animales no hacían ningún ruido, las aves callaron, el viento cesó, nada se movía, sólo nosotros nos movíamos. Mi abuelo notó el aura sobrenatural que nos rodeaba y apuró el trote. Entonces apareció entre la maraña de vegetación silvestre una construcción de piedra, como un muro o una pared, de no más de un metro de alto, algunas piedras caídas trabajadas como un cubo, y una columna semidestruida, también de piedra, labrada y sujetada por una frondosa enredadera. Pasábamos y mirábamos. Callados y con un miedo inexplicable. Luego, como en un círculo despejado de malezas y follajes, una mesa de piedra, mas bien un altar, rudo y antiguo. Era una iglesia. Eran ruinas abandonadas y ocultas. Lo que siguió nunca pude comprenderlo, porque mientras miraba como hipnotizado los restos de piedra, las paredes caídas, un repentino e intenso frío recorrió mi espalda; y no era un frío común, no, era algo muy escalofriante y extraño. Y cuando levanté la mirada hacia las copas de los árboles, noté la presencia de una sombra grisácea, oscura, del tamaño de un hombre corpulento, y que se movía entre las ramas con tal rapidez que parecía no tocar siquiera las hojas; y para colmo empezó a emitir como un gruñido sordo y persistente, similar al sonido agónico y grave de un ventilador viejo. Yo me asusté, y mi abuelo también. Espoleó a su caballo, revoleó su rebenque y tiró de la rienda del “Moro”, que se movió presurosamente para huir de aquel lugar. Al galope, eludiendo ramas y espinas, salimos de allí, mientras observaba cada tanto que la sombra siniestra se balanceaba de árbol en árbol, realizando saltos de más de 15 metros y con precisión circense.
Cuando salimos de esa espesura, nos faltaba el aliento y nos sentíamos como si hubiésemos escapado de la misma muerte. Luego mi abuelo me contó que el lugar que había conocido accidentalmente se llamaba Taba Cué, que en guaraní significa pueblo viejo, y antiguamente allí se localizaba una población llamada Santa Ana, donde comenzó a ser venerada la imagen milagrosa de la Virgen de Itatí; para tal fin se había construido un oratorio humilde y años más tarde una capilla con piedras de la región, los cuales fueron modelados artísticamente por los indígenas de dicha reducción. No se conoce el motivo, pero dicho asentamiento fue abandonado presurosamente; según algunos por hostigamientos de tribus belicosas y enemistadas con los religiosos franciscanos; según otros porque el terreno era bajo e inundable, lo cual no es cierto porque la experiencia no me recuerda una geografía expuesta como valle de inundación del Paraná; y según mi abuelo, quien lo comentaba por lo bajo, como en secreto, se trataba de una maldición echada sobre el lugar por el mismo demonio para menguar la devoción hacia la milagrosa imagen y disuadir a los nativos más simples. La mismísima Virgen se apareció después sobre un cúmulo de piedras, cerca del poblado actual.
Tres décadas después intenté sin éxito volver al paraje misterioso, pero el guía o baqueano que me acompañó abusó de mi ignorancia sobre posicionamiento global y terminó llevándome a otro lugar totalmente distinto, afirmando que estábamos en lugar de las ruinas. Unos años después me propuse llegar por el río, pero todos los lancheros se mostraron renuentes a conducir la aventura que pensaba emprender.
Creo que el viejo poblado, el auténtico Taba Cué, aún esta allí, oculto, perdido, desgastándose con el tiempo, mezquinando su historia de cielos e infiernos.
© Julio Picón Ponce
 Julio Picón Ponce (Corrientes, 1969) vive actualmente en la Provincia del Chaco.
 Taba Cué resultó finalista en el concurso Leyendas de mi lugar, mi pueblo, mi gente - Segunda Edición.
Jurados: Irene Meyer (Argentina-Francia), Gloria Dávila Espinoza y Araceli Otamendi

imagen:
Procesión de la Virgen de Itatí
Fortín Lavalle, Chaco, 16 de julio de 1964
Colección Matteo Goretti © Grete Stern
 De la muestra “Culturas del Gran Chaco en la Fundación Proa"


Comentarios

Entradas populares de este blog

Lamento por Manuel Araya* - Reinaldo Edmundo Marchant

La vida es un milagro* - Fabián Ramella

Carlos Mario Mejía Suárez* - Adán y Acelia