Carlos Almira Picazo




El hábito



Cuando murió mi padre me fui a vivir cerca de mi madre. Como hijo único, y hasta mimado en mis tiempos, creía que era mi obligación. Además, deseaba estar cerca de ella, y me gusta el barrio donde yo he pasado parte de mi infancia. Deber filial, apego y añoranza pueden parecer cosas pueriles y hasta tópicas, pero son reales.
No obstante, he de aclarar que yo no sentía la clase de afecto intenso y agobiante que muchos hijos experimentan hacia sus padres, especialmente hacia la madre. Mi cariño era más bien moderado, suave, fruto de largos años, similar al que debe sentirse cuando se regresa del extranjero después de una estancia forzosa (o incluso voluntaria) y más o menos prolongada, y se ven las primeras casas, en el paisaje familiar que uno cree suyo. A fuerza de tratar a mis padres, mi única familia cercana, yo, que nunca pensé formar mi propia familia, llegué a sentir apego por ellos. Eso es todo.
Y es mucho. A raíz de la desgracia que me propongo relatar, he reflexionado bastante sobre la cuestión, y he llegado a la conclusión de que los seres humanos no necesitamos de sentimientos fuertes, violentos, ni profundos, sino de pequeños afectos rutinarios, que nos rocen por así decirlo, que nos envuelvan sin herirnos. Cuando faltan las personas sobre las que formamos así la trama cotidiana de nuestra vida sentimos, más allá de cualquier romanticismo barato, el vértigo, la soledad, el desierto de la existencia.
Permítaseme una última digresión: siempre he carecido de cualquier cualidad sobresaliente. Ni física ni moralmente he destacado nunca en nada. Esto, lejos de hacerme infeliz, me ha predispuesto al disfrute tranquilo y moderado de las cosas. Sin ser atractivo, tampoco he sido feo, y en mis tiempos gusté a una o dos mujeres pero preferí no casarme por temor a perder mi rutina, a ver alteradas y trastocadas mis costumbres, como un niño teme ver desbaratado su castillo de arena. Igualmente, podía haber descollado en mi profesión; haber plasmado una o dos ideas brillantes, novedosas; haber hecho algo de dinero; e incluso haber viajado, libre de las obligaciones con que muy pronto se enredan y atenazan otros: si me conformé con vivir cerca de mi madre, viuda relativamente joven, repito, fue más por un apego inveterado que por un amor con mayúsculas. En fin, familia, éxito profesional, reconocimiento intelectual, dinero, y viajes, me hubieran privado de mis hábitos, mi gran, único y verdadero amor.
Mi madre ha muerto hace poco más de un mes, como suelen hacerlo las personas sanas: de un ataque al corazón, fulminante, imprevisto, y absurdo como las grandes catástrofes naturales.

Mi nombre es Miguel Santana. Fui, como he dicho, hijo único en una época en que esto era una rareza. Por entonces mis padres vivían en Motril, un pueblecito de la costa, donde mi padre era médico. A diferencia de mi madre, era un hombre frío y desapegado. Conservo un recuerdo borroso de él, pues se pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. Ahora sé que ellos no querían tener niños, y que por tanto fui un accidente. En cualquier caso, nunca sentí en torno a mí esos afectos violentos y ciegos, con que muchos padres primerizos suelen agobiar a sus hijos, sobre todo cuando son únicos, sino una especie de aceptación resignada que percibí muy pronto y que, desde muy pequeño, me predispuso a observar, analizar y aferrarme a todos los pequeños detalles que me rodeaban: gestos, palabras, miradas, movimientos…. Quién sabe si mi apego a la rutina no tiene su origen en esa ansiedad temprana con que, desde mi primera infancia, me volqué primero hacia mis progenitores y luego hacia otros, ávido del más leve gesto de amor.
Al fin, siendo yo aún niño, mi padre obtuvo su plaza en Granada, y nos trasladamos a la casa donde ha muerto mi madre. Así como de Motril, de sus calles y playas, apenas si tengo recuerdos, el barrio céntrico donde nos fuimos a vivir entonces, en una casa de más de cien años, se ha grabado indeleble en mi memoria. Asimismo la casa amplia, fresca, oscura, tranquila, llena de macetas, de espejos borrosos, y muebles antiguos, en cuyo corredor interminable jugaba solitarios partidos de fútbol. La azotea semejaba un barco entre tejados, el monte de la Alambra a un extremo, la vega salpicada de chimeneas abandonadas al otro. Recuerdo el sonido del piano de mi madre; el rumor del patio, convertido en guardamuebles, y abandonado al fin a una higuera llena de pájaros; el claxon ocasional en la calle estrecha donde se podía jugar sin peligro ni vigilancia antes de la invasión de los turismos.
En el colegio no hice muchos amigos. Aunque soy normal, y ser normal ha sido siempre mi mayor orgullo y aspiración, prefería volver corriendo a mi casa, sentarme y hacer todo lo que se esperaba, lo que yo suponía que se esperaba, que hiciera un niño de ocho, nueve, diez años: caligrafía, lectura, aritmética, dibujo… El horario del colegio marcaba así, como un cuadrante, el resto de las horas del día. Muy pronto me las ingenié para ordenar también los sábados, domingos y las demás fiestas, de modo que no quedara ningún espacio en blanco, al azar, donde pudiera arraigar la incertidumbre, la aventura.
Algún compañero, por mis motivos o por otros, me acompañaba de vez en cuando en mis estudios y mis juegos, perfectamente planificados. Aparte de esto, yo era un chico normal. No podía esperar que me comprendieran cuando yo mismo ignoraba la razón de mi carácter: por qué, por ejemplo, antes de dormirme necesitaba oír los pasos de mi padre en la escalera y, cuando al fin instalaron el ascensor, el ruido estrepitoso, achacoso, que anunciaba como un heraldo su regreso cada noche, y sólo entonces conciliaba el sueño; o por qué cazaba al vuelo, casi sin saber cómo, el estado de ánimo de mi madre, que como he dicho era una mujer fuerte, pero sensible e infeliz.
Cuando tuve al fin la edad, descubrí que nunca tendría pareja ni formaría una familia propia. La razón de ello como ya se habrá adivinado, no era la comodidad, ni el egoísmo, ni la timidez, ni una inclinación sexual peculiar, ni una vocación por nada, sino mi indomable manía por el orden. Con todo, tuve relaciones muy pronto, y no todas me turbaron ni me desilusionaron. Incluso llegué a enamorarme varias veces, cuando algunos de mis ex camaradas de juegos y estudios aún fantaseaban con sus aventuras infantiles. Por mi parte, yo no debía desagradarlas del todo. Aparte de cierto atractivo físico, tenía y tengo el don misterioso y gratuito, de hacerlas reír, y provocaba en ellas un deseo, un instinto de protección. La historia, no obstante, se repetía siempre: En cuanto ellas descubrían que no podían apartarme de mis hábitos, como a esos muñecos de los relojes cuyo mecanismo los impulsa a actuar siempre de la misma manera, se sentían engañadas y defraudadas y me dejaban como a un monstruo que se acaba de descubrir, afortunadamente a tiempo.
Me dediqué, pues, a estudiar y a observar, a esperar no sabía qué, algo muy importante para mí: tal vez que mi padre me diera un beso, o un apretón de manos; o que mi madre me sentase en su regazo, como cuando era niño, y me despeinase con sus caricias.
Pasó la adolescencia, y entré en la Facultad de Farmacia. Mi padre había prometido ayudarme. Los años transcurrían sin aparentes contratiempos. Cuando quise darme cuenta tenía el título, y mi padre, cumpliendo su palabra, me consiguió el traspaso de una Farmacia de un conocido suyo que se jubilaba precisamente ese año. Alquilé un piso modesto encima del local, situado en el barrio de La Chana, y me dispuse a empezar lo que creía una nueva vida, con una mezcla de alegría y zozobra.
El trabajo de farmacéutico, rutinario donde los haya, me iba como anillo al dedo: todos los días a las ocho en punto, levantaba la persiana de hierro; me enfrascaba en el arqueo de las cuentas y en el inventario de la trastienda; a las nueve, abría al público; a las once me traían un café con leche de un bar cercano; seguía despachando hasta la una y media, en que volvía a cerrar, ordenaba un poco la caja y el almacén, y me iba a comer de menú al mismo bar que me servía el café; luego dormía una siesta corta en mi piso, hasta las cuatro; me arreglaba y me aseaba como por la mañana, me afeitaba cada dos días, y bajaba a la Farmacia, que abría desde las cinco hasta las nueve de la noche; todo en orden, compraba alguna cosa en un supermercado de la misma manzana y cenaba en mi piso, viendo el telediario como hacía mi padre; fumaba dos cigarrillos, y me iba a dormir. Antes de coger el sueño debía leer tres o cuatro páginas de alguna novela, que en el fondo no me interesaba.
Las tardes de los sábados las dedicaba a pasear: bajaba la avenida de Ronda hasta Recogidas; y de allí tomaba hasta Plaza Nueva y el Paseo de los Tristes, donde me sentaba en una terraza, tranquila y desierta aún a esa hora, antes de volver por el mismo camino. Los domingos comía con mis padres, me quedaba allí hasta que empezaba a anochecer, estuviera mi padre o no, luego tomaba el autobús. El resto de la semana, los días impares, hablaba con mi madre por teléfono, nunca menos de diez minutos ni más de media hora, aunque no tuviéramos gran cosa que decirnos.
Aunque el negocio marchaba bien, no contraté a nadie por temor a que perturbara mi rutina.
Uno de esos domingos encontré a mi padre en la cama. Nunca lo había visto enfermo. En una semana había adelgazado, palidecido, parecía otra persona, y casi no me reconoció. Cuando me acerqué turbado, en la penumbra, a su cama, me miró como a un extraño.
Yo he heredado entre otras cosas, la salud de mis padres. Puedo presumir de haberme resfriado media docena de veces en toda mi vida, a pesar de llevar siempre ropa ligera y de ducharme todas las mañanas con agua casi fría. Aquello, pues, además de sorprenderme, me inquietó y ¿por qué no decirlo?, me fastidió. ¿Tendría ahora que venir a visitarle otros días aparte de los domingos?
Mi padre pareció adivinar y me despidió con un gesto de impaciencia. Al cerrar la puerta, respiré, pues no soporto el olor a medicinas, que me revuelve el estómago. Comimos mi madre y yo solos, en el recibidor vecino a su alcoba. Apenas hablamos, y los golpes rítmicos y secos de los cubiertos resonaban en toda la casa. De cuando en cuando se oía un gemido, entre la respiración entrecortada del enfermo.
En pocas palabras, mi madre me explicó cómo la víspera se había sentido mal, de repente. Habían ido al Hospital y lo habían examinado sus propios compañeros. Bajando la voz, temblorosa, añadió: “la cosa parece grave”.
Yo no sabía qué decir. Me ofrecí, naturalmente, a todo lo que les hiciera falta. La vida es así. Entonces vi a mi madre llorar por primera vez en mucho tiempo, presa de un espasmo silencioso, imperceptible. Me levanté y, en vez de abrazarla, le llené un vaso de agua helada.
-vendré todos los días, suspiré, como el condenado a trabajos forzados. Luego empecé a animarla con el tópico optimismo de los extraños e indiferentes.
Al instante mi madre recobró su expresión y su compostura dignas y tranquilas. Mientras pelaba su naranja, ¡qué lejos me pareció estar de ella, y qué perdido! Después de comer se encerró en su alcoba, dispensándome de acompañarla. “Aún no estamos en el funeral”, sonrió, con el pretexto de que ella también quería descansar. Así que, mucho antes de que anocheciera, me vi en la calle, encogido bajo mi abrigo, sin saber qué hacer.
A los pocos días murió. Tras un instante de duda, de perplejidad, colgué el cartel de cerrado y me fui a su casa.
Aparte de nosotros, mi madre sólo tenía una hermana ya muy mayor, casi impedida, por lo que volvíamos a estar solos en aquella alcoba cargada, a oscuras. Creo que en aquellas horas de forzada gravedad, de silencio, me dí cuenta por primera vez de lo poco que quería a mi padre. Me había pasado toda mi infancia esperando una palabra cariñosa suya, una caricia que nunca llegó. Mi madre era otra cosa, y mis sentimientos hacia ella, como he dicho al principio, mucho más complejos, hasta el punto de que aún hoy no he logrado descifrarlos.
Mientras venía caminando, por no esperar el autobús, me sentía cada vez más extraño. Sorprendía mi imagen fugaz en los escaparates, en las lunas de los coches: encorvada, rápida, flaca, nerviosa, apresurada. Este soy yo. La gente pasaba a mi lado, ajena por completo a mí. Mi padre se acababa de morir, pero el mundo seguía igual, yo era el primero que seguía igual.
Tras el funeral y el entierro, acompañé a mi madre y, por primera vez en años, volví a dormir en aquella casa que de pronto me pareció llena de fantasmas. En un cuaderno cuadriculado de escolar, mi padre había expresado, a modo de testamento, con su letra angulosa e intrincada de médico, su esperanza y su deseo de que yo no abandonara a Florencia, su mujer. Así que traspasé la Farmacia, me hice con otra más pequeña e incómoda, en el centro, y alquilé un pisito cerca de ella, para verla todos los días. Luego no fueron todos los días.
-no hace falta que lo hagas, Miguel, me dijo.
-claro que sí, contesté despechado.
E inmediatamente, comencé a rehacer mis costumbres.
El nuevo piso era un segundo en una casona arruinada, muy cerca como digo del centro, y encima mismo de la Farmacia. Esto último era para mí fundamental. Salir de la Farmacia y entrar en el portal, subir las estrechas escaleras, y encontrarme de pronto en el balconcito herrumbroso, donde apenas cabían seis o siete macetas, no ante los tejados y las chimeneas de mi infancia, sino ante el bloque de enfrente que me tapaba casi toda la calle. Era estrecho, incómodo y propensos a ruidos misteriosos y averías.
En cuanto a la Farmacia, encajonada en una esquina, me recordaba los puestos de zapateros que sobreviven aún haciendo llaves y mandando faxs. Para ir al almacén debía rodear primero el mostrador, por demás diminuto, mirando de reojo no fuera a irse alguien sin pagar. La puerta estaba siempre cerrada, con su timbre correspondiente. Los clientes abarrotaban enseguida el pequeño local, mal embaldosado, y en ocasiones debían esperar en la calle interrumpida por un pilono.
Todo esto, no obstante, lo sobrellevaba bien. Nunca he sido un sibarita. En cuanto me acostumbré, llegué incluso a encontrarlo cómodo, mejor aún que mi antiguo barrio, adonde ahora me dirigía en mis paseos largos de los sábados. ¡Qué sensación nueva y agradable los primeros días, cuando al salir del portal, aún soñoliento y recién desayunado y afeitado, me encontraba de pronto en el centro, a cinco minutos de Puerta Real. Los domingos por la mañana en vez de llegar sólo hasta el Paseo de los Tristes, a diez minutos de mi casa, subía hasta los jardines ingleses de la Alhambra para bajar por la trasera del Hotel Palace al Campo del Príncipe. Para ir al centro debía pasar ante la casa de mi madre y miraba instintivamente los balcones, nebulosos entre macetas y cortinas, y casi siempre cerrados. Iba a visitarla al principio todos los días, de cinco a seis. Ponía un cartelito en la Farmacia, pues no tomé tampoco ayudante, y pasábamos una hora sin apenas hablar, ante café, que mi madre hace muy rico y cremoso. Pero en cuanto vi que ya no se acordaba de mi padre, espacié mis visitas hasta fijarlas definitivamente en las tardes de los lunes y los sábados, en vez de una hora dos horas. Para justificarme, me dije que así no le creaba una nueva dependencia. Por primera vez en su vida, ella podía entrar y salir cuando quisiera sin dar explicaciones a nadie, sola o con sus amigas, por ejemplo ir al Corte Inglés, que está muy cerca, o a alguna de las muchas terrazas que invaden las anchas calzadas de Puerta Real, enfrente de los hoteles. Estaba sola pero era libre.
Por descontado, estas dos visitas semanales, completadas luego con la comida de los domingos, eran para mí sagradas e imprescindibles. Si por alguna circunstancia extraordinaria no encontraba a mi madre esperándome, o había alguien invitado en su casa, apenas si lograba disimular mi contrariedad. El último café de los lunes y los sábados y el arroz con pollo de los domingos ya eran para mí irrenunciable, una parte de mi existencia. Recuerdo cierta vez en que la fiebre me obligó a encamarme y a cerrar la Farmacia y renunciar, durante dos días, a mis excursiones a la Chana y a la Alhambra: al llegar el sábado no obstante, me abrigué lo mejor que pude y arrastrándome, subí a la casa de mi madre, y tuve que quedarme a dormir.
Por otra parte no tuve que esforzarme mucho en establecer nuevos hábitos: agotado el dinero del traspaso, comprobé que el alquiler del piso y de la nueva Farmacia se llevaban, sin contar los gastos corrientes, casi los dos tercios de mis ingresos. No hubiera podido pues, de quererlo, contratar a ningún ayudante. Por de pronto tuve que ampliar mi horario hasta casi doce horas, interrumpidas sólo de dos a cuatro para comer en un pequeño restaurante, de menú, en el centro, cerca de la calle de las Pasaderas. Las visitas a mi madre se volvían así, si cabe, más preciosas.
¡Qué pronto se borra nuestra presencia entre los vivos! Al principio, mi madre se empeñó en guardarlo todo, en dejarlo todo como cuando vivía mi padre. Sobre el televisor, por ejemplo, relucía su cenicero de roca, manchado por las últimas colillas; sus zapatillas de fieltro bajo la cama, junto a la alfombra; el abrigo colgado tras la puerta, ante el espejo que aún debía guardar mis atisbos fugaces de adolescente; las cajas de medicamentos caducados; unas gafas de cerca; un periódico doblado sobre la mesita de noche; en fin, la dentadura dentro del vaso semejante a un aborto.
Todas estas cosas debían provocarle una mezcla de reverencia y temor. Sospecho que las conservaba por superstición o culpabilidad. En toda mi infancia y mi adolescencia, que pasé entre otras cosas espiándoles, jamás les vi besarse ni acariciarse acaramelados, ni cuchichear. Supongo que se querían a su manera.
Al cabo, mi madre tiró la dentadura por higiene; las gafas, inservibles; el periódico; los medicamentos, que podía tomar por error una noche, con la luz apagada; el cenicero; el abrigo; las zapatillas… y mi padre murió por segunda vez, ya definitivamente. Incluso su olor se fue desprendiendo poco a poco de los muebles y las habitaciones, empujado por los olores diarios del patio, las escaleras, y la calle, hasta evaporarse por completo tras puertas y ventanas. Por último, olvidamos su rostro del que sólo quedaron los vestigios en los álbumes de fotografías.
Poco a poco otros objetos nuevos ocuparon el lugar de los antiguos: una televisión; un revistero; una camarera; nuevos ceniceros (pues a mi madre le gustaba fumar después de comer y antes de acostarse); libros; un jarrón con rosas amarillas y blancas. Tras alguna vacilación, subió los espejos a la azotea, pues tirarlos trae mala suerte, y ocupó los huecos con acuarelas y abanicos.
Ahora cuando entraba puntualmente en el recibidor me parecía llegar a otra casa. Mi propia madre, rejuvenecida por el peinado y el vestido, parecía otra persona. Sólo yo no cambiaba, siempre aferrado a mis costumbres. A cambio, quizás gracias a esto, me adaptaba con gran rapidez y eficacia a los cambios de los otros. Hasta el punto de que mi madre se burlaba a veces, benévola:
-voy a comprarte ropa nueva, Miguel, me decía.
O, -¿Por qué no lees esta novela?
Yo asentía pero no hacía nada, nada en absoluto.
Por esa época, poco antes de su muerte repentina, mi madre empezó a preocuparse seriamente por mí. ¿Intuía que me iba a faltar pronto, y el cataclismo que esto iba a suponerme? No lo creo. Como digo, pese a su edad y a todo lo que había pasado, era una mujer fuerte, sana, y ahora también, desde la muerte de mi padre, alegre.
Un sábado yo entraba en el vestíbulo como siempre, a la una en punto, cuando me tomó del brazo diciendo:
-hoy comemos fuera.
Debí traslucir mi espanto porque añadió:
-no te preocupes, pago yo.
Al poco estábamos instalados en el restaurante. Los grandes vitrales empañados reflejaban la luz de las lámparas. Comimos en silencio pero al postre mi madre:
-escucha Miguel, dijo.
-¿volvemos ya?
-no.
Me retrepé en la silla.
-aunque sea tu madre soy una mujer, prosiguió, a las mujeres nos gusta que nos sorprendan de vez en cuando.
Pensé que había perdido el juicio.
-no podemos seguir así.
-¿vamos a casa?
-precisamente se trata de eso-, desmigó un trozo de pan para engullirlo con un gajo de naranja-, no quiero que vengas a verme siempre los sábados.
-mamá.
-ya lo sabes.
Pidió la cuenta y me despidió en el portal. No recuerdo lo que hice después. El resto de la tarde estuve dando vueltas aturdido. Sin proponérmelo volvía una y otra vez al portal cerrado. Miraba la placa borrosa de mi padre. La ventana iluminada del comedor parpadeaba entre las ramas, allá arriba, con un guiño malévolo. Empezó a llover.
Rebusqué en mi memoria en qué podía haberla ofendido. Algo que explicara su actitud. Tal vez tuviera un novio, o quisiera ir a misa los sábados. Sin rumbo, dando patadas al aire, volví a casa y la telefoneé. Había descolgado el teléfono. No pude pegar ojo.
El lunes a la hora de siempre me presenté en su casa como si no hubiera pasado nada. Y no hablamos del asunto. Cumplimos escrupulosamente nuestro ritual y a la misma hora de costumbre, me retiré. Pero cuando volví aquel sábado, a la una en punto, ya no me abrió la puerta. Toqué el timbre una, dos, tres, cuatro veces. Pegué el dedo al timbre, el oído a la puerta. Allá, al fondo donde las habitaciones se abren sobre el patio invadido, me pareció oír un rumor.
Las llaves se me cayeron al suelo. No entraban. Sin dejar de pulsar el timbre, esperé aún diez, quince minutos, con las llaves en la mano, y la vista fija en la mirilla maligna.
Al cabo, me fui a comer solo al mismo restaurante donde había estado con mi madre el sábado anterior. Después, volví una y otra vez al portal cerrado, con la esperanza de que ocurriera un milagro, hasta que los ventanales allá arriba, ya casi tapados por las hojas, volvieron a iluminarse y a parpadear en el vaivén de las hojas sin que mi madre apareciera. ¿Y si le había ocurrido algo? Al llegar a casa descolgué el teléfono, pero en vez de llamar lo dejé suspendido de la mesilla, y me tumbé en la cama deshecha.
Al día siguiente, contraviniendo mi costumbre, me presenté en casa de mi madre. Esta vez me abrió. No pareció sorprendida:
-ayer vine a verte.
-pasa, hijo.
-¿por qué no me recibiste?
-ya te lo dije.
Rechacé su segundo beso y le di la espalda.
Al poco, bajando las escaleras, oí cómo cerraba la puerta. Era casi mediodía, así que en vez de volver a la Farmacia me fui al mismo restaurante de la víspera. De pronto me pareció que el camarero y el dueño me miraban de otra forma, como la gente con que me cruzaba, como si supieran lo que me ocurría y esperasen mi reacción. Escogí un rincón apartado. Comí poco.
Un gato callejero me seguía. Las nubes se empeñaban en adoptar formas extravagantes. Cada ventana, cada balcón, escondía un testigo de mi tragedia.
Cogí un autobús para volver desde el otro extremo de la ciudad. Compré tabaco y un periódico, y me senté en un parque a esperar a que oscureciera. Mi madre no me quería los sábados. El gato enhebraba entre mis pies una sombra. Arrojé bocanadas de humo-algodón contemplando las hojas supervivientes, los columpios desiertos.
Empezaron así días, semanas desquiciadas, en que todo parecía pendiente de mí. Hay una ligazón que sólo ven los locos, que hace del mundo un texto susceptible de leerse del derecho y del revés sin alterar su significado. Mi madre me telefoneaba cada noche. Cuando me ponía al teléfono, me asombraba mi propia voz, como si fuera la de otro.
Ahora no repetía ni un solo gesto. Estaba curado. Cada minuto se volvió impredecible. No iba dos veces por la misma calle ni llamaba dos veces a la misma puerta. No visitaba a mi madre, ni abría la Farmacia, ni recogía la correspondencia. Dormía en los parques, entumecido. No necesitaba beber.
Al fin, accediendo a sus ruegos, me presenté en su casa un sábado, como si nada hubiera ocurrido. Esta vez sí me abrió.
Fue entonces cuando la vi desmejorada por primera vez. No dije nada, fingí, ocupé el lugar habitual, y dejé correr libremente mis pensamientos.
Al día siguiente abrí la Farmacia. Y poco a poco, fui renovando mis costumbres.
Todo parecía reanudarse, enderezarse por fin, esta vez sí, tomar un curso feliz, cuando una noche sonó el teléfono: mi madre estaba agonizando en el Hospital. Al parecer, todo era tan confuso, repentino, un vecino la había escuchado y había llamado a la policía (pensando en mí, en su hijo raro). La voz me preguntó si yo era hijo de la víctima, si me llamaba Miguel Santana, y si había ido a verla aquella tarde. Naturalmente, asentí. Yo había ido a visitarla excepcionalmente aquella tarde, aunque no era sábado. ¿No era eso lo que ella quería? Pero mi madre, volviendo a las andadas, se negaba a abrirme y lloriqueaba, gimoteaba al otro lado, rogándome con una voz que no era la suya que volviera otro día, mientras yo luchaba con las endemoniadas llaves. Hasta que al fin la puerta cedió e irrumpí en la casa.
Lo primero que le dije (¿hablé de esto con la voz, o sólo lo pensé?), fue que no era sábado, porque no me abres mamá, porque no me abres, mientras ella andaba de espaldas, absurda, dando tumbos por el pasillo, hacia su habitación.
Me vi otra vez perdido, dando vueltas sin rumbo, en días inacabables, subiendo a autobuses vacíos, atestados, mirando hacia las ventanas sospechosas, comiendo solo a deshoras, vagando en parques desconocidos.
Cuando la voz se interrumpió, sonó un timbrazo agudo. Alguien me llamaba en voz muy alta, agresiva, desde el descansillo. Que abriera, que mi madre no estaba agonizando, no había necesidad de armar tal escándalo.
Abrí. Un policía se abalanzó sobre mí, atenazándome el brazo, al final del cual, en la mano crispada, colgaba el martillo ensangrentado.

(c)Carlos Almira Picazo

Castellón, España

imagen:

Julian Rosenfeld, (de la muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, selección para la Bienal de San Pablo año 2005)


Trilogy of Failure
Part 2: Stunned Man
2004
Instalação de filme de 2 canais, loop de 33 minutos, filmado em super 16mm, transferido para DVD 16:9 [2-channel film-installation, loop 33 min, filmed on super 16mm, transfered to DVD 16:9]
Dimensões variáveis [variable dimensions]

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