María Antonia Sassi

María Antonia Sassi 

JARDIN DE INFANTES Nº …
Conduciendo  mi  pequeño automóvil blindaje enchapado que cubre el  ser tras las nubladas y ennegrecidas ventanillas, protección escasa  en  las calles  excesivamente transitadas del pueblo hoy convertido en ciudad,  trato de ser puntual con la hora de entrada del turno tarde del hermoso Jardín de Infantes al cual pertenezoc, pero el tránsito a veces me lo impide.                                                                                                                                                                                                                                  Formo parte  del personal docente del establecimiento, con veinte años de servicio frente a sala. En ciertos momentos mis recuerdos tienen la clarividencia de las directoras de mi residencia,  compañeras que pasaron por  la escuela, porteras y porteros.
           La estructura edilicia del jardín  tiene las características de  principios del siglo XX, con amplios ventanales y una gran puerta de entrada que desemboca en un  enorme patio en cuyo entorno circular se encuentran las salitas, la biblioteca, la sala de música, la Dirección,  la cocina y los baños. Al finalizar el patio, una enorme arcada nos introduce en el hermoso jardín rodeado de plantas y árboles, donde están ubicados los juegos infantiles; en un costado, el galpón donde Alejandro, el portero, guarda sus herramientas y siempre lo acompaña  vigilando sus movimientos un hermoso gato negro de espeso pelaje que desde hace algunos años habita en el establecimiento y   es la curiosidad e intriga de los pequeños.  
 Mi turno fue siempre el de  tarde; hoy  precisamente citamos  a todos los papis de los nenes para comenzar los preparativos de la próxima celebración de los cien años de la institución.
            Citados a las quince horas, llegaron casi puntuales. Siempre  sucede que algún retrasado toque el timbre en plena reunión.
            En esta oportunidad debía pasar el libro de firmas, texto que no encontré. Revisé en Dirección, la biblioteca, los armarios, pregunté a la preceptora,  pero el citado libro no apareció.    
            Nos despedimos ya sobre la hora de salida, cuando Alejandro  el nuevo portero comenzaba la limpieza de los salones. Angustiado confesó a la Directora que no tenía voluntad de quedarse solo, sino que prefería realizar sus tareas mientras el personal docente se hallaba de turno.
            La Directora, asombrada,  no entendía su actitud, siempre  había cumplido su horario sin dificultad. Alejandro comentó que durante varios días escuchó descargar, de tanto en tanto,  los depósitos de los baños de las salitas y del patio.
            Alicia -la directora-  no podía controlar su risa, cosa que fastidió al portero ante la incredulidad y desconfianza de la docente.
            Pasaron varios días y  no conseguí hallar el  libro de firmas. Me distrajo la seño de la salita de  cuatro, contándome que ella y los nenes se entretenían mirando al señor que trabajaba en el galpón con un guardapolvo de color azul oscuro, de baja estatura y cabello entrecano.
            Alarmada la invité a acercarse   al galpón. Allí no había nadie; la seño y los nenes aseguraron que sí, que lo observaron. No podía salir de mi asombro. Me acerqué al galpón  casi a oscuras, ya que el sol comenzaba a esconderse en la media tarde  de invierno,  pero me salió al paso el enorme gato con sus lamentos que  se interpuso en mi intento de entrar allí.  Sus amarillentos ojos resaltaban en la penumbra como dos lámparas encendidas; su encorvado lomo en posición de felino enfurecido enardecía en punta su pelaje y la cola como báculo amenazante cerró la puerta de un golpe. Encerrada con el animal comencé a gritar y a dar golpes en la puerta, pues todo intento de abrirla fracasaba.   Alejandro que pasaba en ese momento en busca de los aros y las  pelotas escuchó mi llamado, forzó el pestillo y por fin salí al aire libre. Mi palidez y temblor preocuparon al personal, mientras yo trataba de explicar lo sucedido.     
           Al día siguiente, Alejandro y yo llegamos simultáneamente; le noté el semblante  pálido,  más delgado, casi desencajado, su aspecto cambiado. Era otra persona, distinta a cuando ingresó como personal auxiliar. Intenté un diálogo, pero  no demostró interés en él.
            Su mal humor era evidente y sobre todo con la directora. Trataba en lo posible de no permanecer en la escuela; sus tareas concluían ni bien los docentes y niños traspasaban la puerta.          
            En el recreo comentó, que  encontró los registros de aula tirados por el parque y que la noche anterior él  iba apagando las luces y a medida que se alejaba, las mismas se volvían a encender.  Mientras esto sucedía, oía pasos en las salas. 
            Atemorizado, casi corriendo se alejó del lugar; cerró la puerta y se marchó. Pasadas dos horas en compañía de su esposa regresó al Jardín y abriendo sigilosamente la puerta de entrada, observó que las luces se habían apagado.
          El sábado fue la fecha de  celebración del Centenario del Jardín. Entre bailes, cantos y discursos recordamos a los protagonistas más notorios del establecimiento y entre el personal auxiliar,  Fernando, uno de los primeros porteros que usaba guardapolvo azul oscuro, cariñoso con los nenes y atento con el personal. Se lo recordó con un reconocimiento especial ya que murió precisamente en el jardín  un día cambiando las flores de  estación al pie del mástil de la bandera. Paro respiratorio diagnosticó el médico de guardia del hospital. En el acto, sus familiares recibieron una medalla recordatoria.
           
Alejandro manifiesta una notoria serenidad,  su rostro esboza una sonrisa, y  me comenta  la casualidad  de que  desde la última fiesta, no  se repitieron hechos extraños y  otra cosa añade: “El gato desapareció del  jardín”. 
(c) María Antonia Sassi
Moreno 
Provincia de Buenos Aires
República Argentina

María Antonia Sassi es Licenciada en Letras. 





















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