PASIÓN Y MUERTE
Era un domingo de otoño, era la tarde de un domingo de otoño, eran las tres
y media de la tarde de un domingo de otoño, eran las tres y media de un aciago
domingo de otoño.
Para comenzar diré que siempre me
gustó más jugar fútbol que verlo jugar, no soy y no fui buen jugador, incluso
una vez me puse un chimpún, pero no acertaba a patear, digo esto para que se
comprenda porque fui tan pocas veces al Estadio Nacional y las pocas que fui
las tengo grabadas en mi memoria.
Diré de paso que alcancé a ver el
viejo Estadio Nacional de madera, regalo de la colonia inglesa al Centenario de
nuestra independencia. Siempre me intrigó saber cómo pudo la madera soportar el
paso de los cuaresmeros. Mi abuela materna me enseñó a poner un lavatorio con
agua debajo del foco de la luz para que cayeran los cuaresmeros y se
ahogaran. Me es imposible pensar en la cantidad
de gente, con un lavatorio lleno con agua, corriendo en el estadio para que se
ahoguen las polillas que agujerean la madera.
Quizá fue construido con cedro, o
caoba de Panamá, o pino de Canadá, lo cierto que cuando se decidió edificar un
estadio nuevo esas maderas eran muy cotizadas, por eso quién dio la buena pro,
obtuvo lo suficiente como para tener una casa nueva, ¿Si o no, mi general? Casa
sin lujos, pero amplia, bien aireada, iluminación natural y sobre todo gratis
¿Si o no, mi general? Como dice el refrán: A quien Dios se la dio, San Pedro
se la bendiga.
Fui al Estadio cuando a Luis
Alejandro Rodríguez Olmedo, más conocido como el cholo Alex Olmedo, se
le rindió un homenaje pues era, sin duda alguna, a los 21 años uno de los
mejores tenistas del mundo, ganó la Copa Davis y en 1959 ganó el Gran Slam de
Wimbledon. Alto, con porte atlético, corte de pelo casi al ras, mostraba una
buena presencia. El Presidente Manuel Prado le otorgó los laureles deportivos.
Ingresa al Estadio Alex y un
atronador aplauso se escucha por varios minutos, lo que es aprovechado por
Manuel Prado, Presidente de la
República, para hacer su entrada, pero apenas lo vieron
saludar quitándose su sombrero de tarro, los aplausos se trocaron en una
silbatina generalizada, daba pena ver la impopularidad del presidente, pero a
él todo le resbalaba.
Después, a raíz de la llegada de
una pareja de esposos argentinos, que fueron alojados en casa de mi abuela,
pues trajeron una carta de recomendación de mi tío abuelo Huberto Rojas
Chirinos, parece que eran anti peronistas, pero al buen callar le llaman
Sancho, por ellos, digo, volví al Estadio Nacional, es que para que se
agenciaran algo de dinero, un tío logró que le dieran una concesión para vender
café en el Sudamericano de fútbol de 1957 que le tocó organizar al Perú, bueno,
mi madre pidió que me aceptaran como vendedor, me dieron un uniforme y una
especie de bandeja que se sujetaba al cuello mediante una correa de cuero,
tiene varios agujeros donde se ponen vasos plásticos y, a su costado, un termo
lleno de café. Me enviaron al lugar más chic y empecé a vocear:
-
Café, café, ¿quién quiere café?
En eso escucho que me llaman por
mi apodo:
-
Oye sapo, dame café.
Volteo y el que me llama es el chino
Vásquez, a su lado está el pato Hugo Passuni, Miguel Portocarrero y
el zambo Alfredo Vergara. Avancé hacia ellos medio azorado y les doy un
vaso con café a cada uno. El chino Vásquez me dice:
-
Siéntate.
Obedecí, pero se imaginan un
vendedor uniformado con una cristina en la cabeza donde se lee con toda nitidez
vendedor y con una bandeja llena de vasos plásticos encima de las
rodillas, sentado en el sector pullman, el lugar mas caro del estadio, no, eso
no puede ser, como un tornado se abalanza sobre mi un hombre musculoso y con su
fornida mano, me toma del cuello para sacarme, pero el chino le dice:
-
Está conmigo.
Hay que ver la cara de asombro que puso el encargado de la
seguridad. Esa vez fui al estadio todas las fechas del campeonato.
Y ahora va lo bueno. Igual que la
semana pasada e igual como había sucedido siempre, el chino Vásquez
Pancorvo llegó a la cuadra del barrio y al instante lo abordaron el pato Hugo
Passuni junto con otros amigos para pedirle entradas al estadio. El chino
se hacía de rogar. Ante la insistencia de los amigos él iniciaba una suerte de
interrogatorio:
-
¿Cuál es el mejor equipo de fútbol del Perú?
-
El Alianza Lima.
Tenías que acertar para hacerte
merecedor de una entrada. Claro, quien no sabía que el chino Vásquez era
del Alianza, así que venía la siguiente pregunta:
-
En las Olimpiadas de Berlín ¿cuántos
jugadores eran de Alianza?
Los interesados en obtener un
ingreso gratuito no eran muchos, el pato Pasuni, Miguelito Portocarrero
y pocas veces el negro Carlinchi y punto, eran entradas a Oriente con asientos
pullman. Tras una maratónica ensalada de preguntas y respuestas, finalmente el chino
les entregaba una entrada a cada uno. Alegre, jocoso, altote, zapatón, así era
él, solidario como el solo.
Como yo era aficionado a jugar
fútbol callejero, pero no a ir al estadio, nunca pedí entrada alguna, pero
quiso el destino que como sobró una entrada me la dieron a mi ese domingo del
24 de mayo de 1964, a
un mes de cumplir mis 24 años. El estadio rebalsaba de hinchas que
alentarían al equipo peruano jugando contra el equipo argentino.
El partido fue aburridísimo y
para colmo nos ganaba Argentina 1
a 0. Ya estaba por terminar el segundo tiempo, faltaban
solo cinco minutos. Bastaba un empate para clasificar a los Juegos Olímpicos de
Tokio. Yo me comía las uñas de puro nervioso.
En eso el equipo peruano
contraataca, avanza al campo rival, tiene la pelota Nongo Rodríguez que
arremete por la banda, se acerca al arco, pero le da el pase a La Rosa, el público de pie
grita:
Ya, ya, ya, patea.
Dispara contra el arco, pero el defensa argentino rechaza
la bola, se vuelve a escuchar otro rugido:
NOOOOOOO
Kilo Lobatón se protege con el pie, la pelota rebota y se
mete en el arco argentino. Como por un resorte todos se ponen de pie para
gritar a una sola voz:
GOOOOOOL,
GOL PERUANO CARAJO
Fue un grito de alivio, un grito
que salió desde el fondo de pecho La alegría se apodera de todo el estadio, al
fin vamos a Tokio, si, nunca hay que perder la fe, una sonrisa se dibuja en los
rostros del público, cuando en eso un pitazo cae como un balde lleno con agua,
el árbitro anula ese legítimo gol, no explica porque lo anula, pero su voz es
ley y se debe acatar. Ahora se desata una pifiadera multitudinaria. Los
jugadores peruanos le reclaman al árbitro. La indignación crece. Un sector del
público se abalanza hacia la cancha, pero el enmallado protector se lo impide.
Cuando las pasiones se desbordan,
éstas transcurren por senderos insospechados, ¿qué responsabilidad tenían los
jugadores argentinos en este desaguisado? Ninguno, pero manotazos van,
trompadas vienen, se forma una trifulca en medio de la cancha, peleando ambos equipos, va una patada, tira
un cabezazo, el árbitro es el mas golpeado. La policía encargada de la
seguridad interviene aumentando la temperatura, un varazo aquí, otro acullá.
De pronto, en un recoveco del enmallado
aparece un hueco y por allí se mete un moreno que con mucha rapidez se suma al
embrollo de puñetazos y patadas, por ese forado penetra otro personaje que es
perseguido por los perros policías y masacrado a varazos, sigue la presión
popular por entrar a la cancha, es entonces que el comandante Azambuja ordena lanzar bombas lacrimógenas en una
abundancia que linda con la generosidad. Nubes de gases invaden las tribunas y
se desata el pánico lo que origina una estampida general. Todos tratan de
abandonar el estadio y ganar las calles, la multitud desesperada avanza, pero
las puertas 11 y 16 están cerradas, se abren hacia adentro, la primera fila de
personas llegan a la puerta, intentan abrirla mas le es imposible retroceder,
la ola humana presiona hacia delante y presiona y presiona con tal fuerza que
las puertas metálicas empiezan a inflarse, el estadio parece estar embarazado,
es un globo mortal donde se aplastan uno contra otros.
La turba enardecida ve el ómnibus
del equipo argentino estacionado, entonces le prenden fuego y se calcina
totalmente, dicen que colgaron de un árbol a un policía que trató de
contenerlos, esa turba se desplaza rompiendo todo lo que pueden, puertas,
ventanas, casetas policiales, avisos luminosos, es un caos humano que desaparecerá
varios kilómetros adelante.
Es penoso el traslado de los 315
muertos hacia el Hospital Obrero, allí los van colocando en el suelo, uno junto
al otro, para que sus familiares puedan reconocerlos, estas tétricas escenas
pasadas por la televisión, fue espantoso
ver cientos de cadáveres que fallecieron de una manera estúpida. Se decretó
duelo nacional.
Los jugadores del equipo
argentino y el peruano fueron refugiados en sus camerinos hasta que cesó la
violencia, de allí los trasladaron al Centro de Esparcimiento de Huampaní para
que se tranquilizaran, el árbitro uruguayo esa misma noche tomó un avión rumbo
a su país.
Desde esa fecha nunca más volví
al Estadio Nacional, como se dice, quedé curado para siempre.
(c) José Respaldiza Rojas
El Callao
Perú
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