Claudio Simiz
Claudio Simiz |
Un día perdido
- Fresquita la
fruta, Maestro, recién hechita…
El hombre no se
detiene; con un gesto le indica que está atacado del hígado y redobla el paso. La Blanca sabe que es su
golosina preferida, se encoge de hombros, se quita el delantal, guarda
cuidadosamente la fruta envenenada en el bolsillo y parte, con paso casi tan
rápido como el de él, pero en sentido contrario.
A
las tres de la tarde, la Blanca
es otra. Tacos aguja, medias color hueso envolviendo sus largas piernas,
rematadas en una minifalda gris y más arriba un top negro, donde los pechos se
amotinan de puro ceñidos y descubiertos.
El pelo suelto enmarca el rostro provocativamente maquillado. Se alegra de que
en ese pasillo del subte, al menos no haga frío, además allí el hombre no
tendrá escapatoria. La inesperada dificultad son los otros hombres, que la
fastidian todo el tiempo con sus insinuaciones y procacidades; a uno,
francamente insoportable, le ha propinado un pisotón que, seguramente, le habrá
fracturado un dedo. Y el hombre demora; La Blanca , con cierta impaciencia hunde su mano en
la cartera y se recompone en contacto con la culata del ´38, cuyo seguro ha
quitado. Espejito en mano se retoca los labios: nadie se resistiría a coger esa
gema, y menos un cuarentón desaliñado. En ese momento desemboca él, perdido en
la marea humana que desagota el tren. Ella había previsto salirle al paso y
fingir un tropiezo, pero es él quien la choca, atolondrado y presuroso.
- Disculpe, señor, yo quisiera…
El hombre, ruborizado, esboza una
disculpa, recoge el pequeño libro de poemas que acaba de comprar y con una
ligera reverencia vuelve a encolumnarse en la fluyente masa humana que asciende
por la escalera mecánica. Ella, con una mezcla de frustración y despecho, se
aleja de la escena lentamente, la mano en el interior de la cartera y un coro
de miradas y frases soeces a su alrededor.
Falta
poco para las ocho. El frío se ha alzado como una sábana invisible sobre el
puente. El hombre comienza a cruzarlo, una densa bruma se desprende de las
aguas turbias. Unos metros detrás de él viene La Blanca : equipo de gimnasia,
zapatillas, pelo recogido, riñonera. Esta vez no fallará; con el impulso del
trote, un empujón inesperado desbarrancará al hombrecito por sobre esa baranda
tan baja y endeble. El no sabe nadar y las aguas, despobladas de botes a esa
hora, se lo devorarán sin testigos. El rumor creciente de un ciclomotor rubrica
el inicio de la carrera de La
Blanca , pero dos metros antes de llegar al hombre, siente un
fuerte tirón que la arroja hacia un lado. El se sobresalta e intenta ayudarla a
levantarse.
-
No, deje don…
Ella se da
cuenta de que la oportunidad ha pasado, y sale
(escapa) detrás de los chicos del ciclomotor que le han arrebatado la
riñonera. Los persigue una cuadra, súbitamente se da cuenta de que está a unos
pasos de la casa del hombre, se acerca a la reja despintada y espía el interior
de la casa. Voces confusas, entrecortadas traspasan las ventanas cerradas.
(c)Claudio Simiz
Moreno
Provincia de Buenos Aires
República Argentina
Comentarios
el tuyo, un placer.
buen fin de semana.
saludos.