Araceli Otamendi


































La Cruz del Sur

"Oh, Cruz del Sur, oh trébol de fósforo fragante,
con cuatro besos hoy penetro tu hermosura [...] luciérnaga a la unidad del cielo condenada, descansa en mí, cerremos tus ojos y los míos. Por un minuto, duerme con la noche de los hombres.
Enciende en mí tus cuatro números constelados [...]"


Oda a la Cruz del Sur, Pablo Neruda.


Una lluvia fina, insistente, lo va empañando todo. Hoy es la noche del fin del mundo, como lo fue alguna vez para mí cuando me fuí del pueblo donde había nacido a vivir a la gran ciudad. Voy a enterrar una porción de noche en la tierra redonda de una maceta, donde enterré a mi gata blanca alguna vez y donde ahora renacen plantas y flores en lugar de los huesos del dulce animal. Ahora voy a enterrar una porción de noche, pero no de una noche cualquiera, sino de una porción de noche de Navidad. Nunca fuí a Mau-Mau, era demasiado chica para ir ahí. Nadie quería llevarme, los grandes se divertían, yo observaba. Me preguntaron en esa época qué opinaba de los hombres de traje y corbata. Mi papá los usaba, yo lo quería ¿qué iba a decir? El trabajaba y nunca me había faltado nada. Era un hombre de una inmensa sensibilidad.


Nunca fuí a muchos lugares que estaban de moda en esa época, yo era de la provincia, insertada en la ciudad. Ahora me pregunto si "prendí" alguna vez.
Aquella ventana ahora a oscuras queda atrás cuando el auto se aleja rumbo a otro lugar, lejos,
para celebrar la Navidad. Pero antes, mucho antes de este relato, esa ventana, muy parecida a otras del edificio hacía de marco a un árbol grande, un pino con finas y verdes hojas de plástico adornado con billetes de diez, veinte, cincuenta, cien pesos, distintas denominaciones, en cada rama.
Pronto, cuando llegue a la casa de algún familiar, escucharé canciones de Maísa Mattarazo, Toquinho o Vinicius, en fin, bossa nova, en un jardín alrededor de una piscina, o tal vez, si la noche está fea y la lluvia insiste, comeré a resguardo en la mesa puesta para la Navidad. Alguna vez, detrás de esa ventana a oscuras, de la que sólo se ve el marco desde afuera y un rectángulo negro como la noche hubo un árbol de Navidad adornado con billetes, moneda contante y sonante. Ahora estoy lejos, muy lejos de esa ventana, atravesando la gran ciudad. El que llegaba para adornar el árbol era un hombre calvo, de una calva lustrosa y cara vulgar, tal vez un poco repugnante. Él bajaba de un auto no muy nuevo y grande, cerraba la puerta con estrépito, venía cargado de regalos. Los regalos eran para su ahijada y para la madre de la niña. El padre de la chica, era un hombre triste, de ojos de mirada ausente, casi no hablaba. Yo me había hecho amiga de la niña a poco de vivir ahí. Y como venía de una ciudad más chica, en laprovincia, estaba acostumbrada a la vida de pueblo. A visitar a uno y a otro, a tener amigas, a ir de casa en casa, a que me visitaran. Estaba acostumbrada a celebrar la Navidad en el jardín o en el patio, a mirar la Cruz del Sur en el cielo y a que los grillos cantaran en la ventana. A buscar el consuelo y la voz de papá cuando los perros ladraban demasiado fuerte y me despertaba después que el Niño Dios llegara y ya hubiera abierto los regalos de Navidad.
La vida de una gran ciudad como Buenos Aires se me hacía incomprensible. Fue así como la conocí a Mónica.
Y el hombre, al que llamaban el padrino, llegó esa tarde, cuando yo estaba ahí jugando con Mónica, creo que a las cartas. La madre de Mónica le abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba muy arreglada, maquillada, se veía casi feliz. El padre de la chica no estaba. Era víspera de Nochebuena.
El padrino se sentó y se puso a conversar con la madre de Mónica mientras mi amiga y yo jugábamos a las cartas, o tal vez a algún juego de esos.
Poco después la madre nos llamó a tomar alguna gaseosa con sandwiches o galletas. Y fue entonces cuando el hombre, para nuestra sorpresa, sacó de los bolsillos un sinnúmero de billetes de diez, veinte, cincuenta, cien pesos y empezó a atarlos de a uno en las ramas del árbol navideño. Mónica y yo lo mirábamos con estupor. Parecía que los billetes hubieran brotado del árbol, algo así como un milagro.
Mónica estaba contenta y la madre también se veía contenta. Después de un tiempo, volví a mi casa, y conté la novedad. Y un manto de niebla como la de esta noche de lluvia empezó a velarlo todo. Se decía por ahí, que el matrimonio de los padres de Mónica andaba mal, que él no tenía trabajo o tenía changas. Que el padrino... etc., etc., etc.,. Esas cosas que se dicen cuando un hombre que no es un familiar visita a una mujer. Aunque sea el padrino de su descendencia. Durante dos o tres Navidades más, ví al padrino de Mónica repetir el rito de los billetes en el árbol navideño. Nunca dejó de llamarme la atención que en lugar de regalos o adornos, se colgara dinero del árbol. Poco después, Mónica y sus padres se fueron a vivir a la provincia. Él había conseguido un trabajo estable y algunas veces Mónica y yo hablábamos por teléfono. Otras amigas, nuevos intereses, fueron ocupando el lugar de Mónica.
Hasta que un día Mónica volvió a vivir a su casa. Había pasado el tiempo y se notaba. Estaba más alta, más delgada y también más retraída. Ella y yo éramos dos extrañas, ya no nos visitábamos más. El padre de Mónica se había ido de la casa y la madre trabajaba todo el día afuera. Mónica quedaba sola.
Una tarde, unos gritos de desesperación y tremendos golpes en la puerta hicieron que todos saliéramos de nuestras casas para ver qué ocurría. La puerta fue derribada y la mujer entró.
Hicieron lo imposible para revivirla, Mónica había muerto algunas horas antes. Nunca se supo si fue por una medicación que tomaba para adelgazar, o por qué. La madre no tenía consuelo. No lo tuvo más.
Pronto llegaremos a la casa de algún familiar donde se celebra la cena navideña. Es Nochebuena, en algún rincón de la casa, o tal vez afuera, estará armado el árbol de Navidad, con adornos brillantes, de colores, luces eléctricas. Pronto escucharé una canción de Maísa Mattarazzo, Toquinho o Vinicius, bossa nova, antes de sentarme a comer como todos los años. Entonces, una vez más, buscaré la Cruz del Sur en el cielo, la estrella que nos salve.




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