Andrea Paula Garfunkel


















Probablemente












Probablemente, mientras busca con la mirada la numeración del edificio espiando por el rabillo de su anteojo, se detenga; cruce su brazo derecho sobre el bolsillo izquierdo de su chomba a rayas y tome los lentes de ver de cerca para cambiarlos por los de ver de lejos que lleva puestos; es probable también que verifique que esos números son los mismos que figuran en la dirección de la tarjeta que trae consigo y certifique, entonces, que ha llegado a destino. Es muy probable incluso que no sepa a dónde ha llegado ni por qué motivo se encuentra allí; que se mantenga inmóvil tratando de recordar mientras los transeúntes van de prisa hacia una y otra dirección perdiéndose en la vorágine del día a día, en una calle que, por fortuna, es peatonal porque si así no lo fuere, probablemente -casi tengo la certeza- un vehículo ya lo habría arrollado.
Es muy poco probable -casi un absurdo de imaginar- que se percate que está siendo observado desde una cámara que reproduce su imagen en un monitor que fue hecho instalar, de manera adicional al circuito cerrado de seguridad, en un despacho del último piso del edificio de oficinas que tiene el mismo número que consta en la tarjeta que ése; instalación fuera de lo común que responde a observarlo sólo a él, como único objetivo. Cada viernes, alrededor del mediodía -porque hoy es viernes, ¿cierto?- la misma escena se reproduce en la pantalla, la secuencia de acciones es siempre similar, con pequeños desvíos que, probablemente, se deban a una amnesia temporal o nada más que a su senilidad. Y yo estoy pendiente del monitor, cada viernes un poco antes del mediodía, reclinado en el sillón de mi despacho hasta el momento en que lo veo aparecer en escena y eso me tranquiliza; entonces me incorporo veloz, tomo el saco y, en el tiempo que demora el ascensor en recorrer los dieciocho pisos que me distancian de la planta baja, me miro al espejo y pienso si él habría tenido un aspecto similar al mío a esta misma edad, y recuerdo que fue justamente cuando él tenía los años que tengo hoy, que padeció los arrebatos del crack financiero, aquel stressaso y las consecuencias neurológicas que lo obligaron a abandonar prematuramente su actividad profesional cuando estaba en el pico de su carrera. Es cierto que podría ser yo quien lo pasase a buscar cada viernes al mediodía, pero desde un comienzo, es decir, desde que esta rutina se inició, él insistió en su autonomía, en desenvolverse solo, y como él insistió, yo no insistí.
Es probable que en unos minutos, al verme salir del edificio para llegar a su encuentro, me sonría afectuosamente -a menudo me persigue la idea de que no tiene verdadero registro de quién soy- y me abrace del mismo modo que lo haré yo; que caminemos sosegados y a la par hasta el restaurante que está frente a la plaza; que nos sentemos en la misma mesa que solemos ocupar cada viernes al mediodía, aquella junto al ventanal, salvo cuando el clima es primaveral y nos incita a animarnos a la vereda. Es probable -casi una certeza- que, una vez ubicados, él tome el menú y luego de cambiar sus lentes de ver de lejos por los de ver de cerca, recorra todos los ofrecimientos, página a página, leyéndolos uno a uno en voz baja y de tanto en tanto aparte la vista de las letras y se dirija a mí para hacerme algún comentario oportuno, como las veces que me cuenta, al detenerse en la sección de pescados y mariscos, anécdotas de sus glorias de pesca durante sus largas temporadas en la casa del delta o rememore sus hazañas de caza cuando sus escapadas al sur, al momento de leer algún platillo de ciervo ahumado en el apartado “entradas”; es probable que yo finja estar sorprendido como si fuese la primera vez que escucho esas historias. Y es más probable aún que, al finalizar de leer el menú, acción que con frecuencia le demora unos treinta minutos, no recuerde el motivo inicial por el cual lo leyó, incluso, que no haya elegido ningún plato y que yo decida finalmente hacerlo por él; entonces, resuelva por ambos ordenando el plato del día escrito en tiza sobre la pizarra, por lo cual leer todo la carta es siempre vano; aún así, yo no lo detengo y lo dejo seguir con su ritual de lectura y anécdotas que finjo escuchar por primera vez ya que de ese modo es feliz y, al fin y al cabo, las largas estancias en el delta, las temporadas de caza en el sur y los almuerzos de los viernes son, probablemente, las únicas actividades que lo mantengan vivo y activo luego de su derrumbe y deterioro físico. Es muy probable que luego de ordenar el almuerzo, en la espera, me pregunte por sus nietos confundiendo u olvidando sus nombres y yo tome el porta-documentos del bolsillo del saco para mostrarle las mismas fotografías de siempre que él observa con extrañeza como si nunca las hubiese visto. Estoy convencido; no, más bien existe una alta probabilidad de que, luego del almuerzo, mientras ordeno un café para mí y un té para él, abra el pastillero de hueso que le regalé y tome las píldoras que le prepara la Sra. Ana cada mañana, y si esto no sucediera -digo, si no atinase a sacar el pastillero- decida ocuparme yo, como viene sucediendo cada vez más a menudo.
Y en el trayecto de regreso, cuando él pase su brazo por mi hombro como cuando era pequeño, y yo encienda un puro -digo- es casi una certeza que me insista con la idea de ir de pesca el fin de semana... Ya no habrá más mentiras, ni falsas promesas; es un hecho que -esta vez- ya no lo pospondré.
― Buen día papá. Se pronostica buen tiempo para el fin de semana.
Ideal para irnos de pesca.


(c) Andrea Paula Garfunkel - Todos los derechos reservados










Buenos Aires








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imagen: Lino Enea Spilimbergo (fragmento) (de la muestra Quinquela entre Fader y Berni en el MUNTREF)













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