Cecilia Vetti

Eugenio Daneri - Paisaje suburbano

                                             

Un mundo compartido


     Hace frío, los vidrios de la ventanilla del tren no lo dejan ver el paisaje, ese paisaje inerte de todos los días. Juan toca con su  mirada la muralla que lo separa del camino. Los otros pasan por su lado llevando un bagaje de absurda felicidad. Quizás llevan en sus mochilas gastadas, tanta infidelidad, tanto tedio. Deberían sacarse las caretas para poder llorar por sus vidas. Los otros...
     Tiene la cara demacrada y los ojos brillantes Ni siquiera sabe por qué vuelve a la casa de ella, qué pueden decirse después de tanto abandono, tanto querer llegar a ninguna parte. Siempre con Matías entre los dos, negándole una vida que él no les había pedido. Haciéndole sufrir al muchacho los malos tratos y el escape diario a una dignidad que le pertenecía por derecho. No le habían hecho fácil la vida, por eso se fue tan lejos, para poder rescatar algo, cuando todavía estaba a tiempo de todo. Ni siquiera les había escrito; no sabían nada de él. A veces lo soñaba, con el pelo oscuro y los ojos claros, mirándolo; como preguntándole: por qué... Después todo fue sólo añoranza y no lo pensó más, casi ni lo acordaba.
      En la estación siguiente, subió una mujer madura, casi de su edad, se sentó a su lado. Con la gripe como una amenaza, al observarlo piensa si no estará arriesgándose al acercarse a un hombre enfermo. Se dice que el viaje a la ciudad es corto, ni siquiera tendrá tiempo de contagiarse. Puede percibir su temblor. Cada tanto ve como se lleva la mano al pecho y lo remueve en una fiera caricia. Parece una caricia destinada a otro.
     Cuando vuelve a mirarlo, nota en su mano un sobre, adivina que es una citación o un documento, por los sellos que bordean la única parte sana del papel.
     En un instante el hombre se lleva el papel a la boca y lo muerde, luego comienza a llorar como un niño. Los sollozos apagan el rugir de las vías.  Él tiene la cabeza sobre las rodillas y las manos abrazándose. Ella mira a su entorno, ninguno parece darse cuenta de nada. Los sollozos quedan allí, cobijados entre ellos dos. Es como si viajaran solos en ese largo vagón, compartiendo un mundo de los dos.
     Él la mira, parece reconocerla, pero no, sólo la mira. El tren se detiene, el hombre levanta las solapas de su saco y se acurruca en el asiento, parece querer dormir, como si la vida le estuviera sobrando. Cierra los ojos, y el sobre cae de sus manos. Su ocasional compañera lo levanta con rapidez. La ansiedad por conocer el dolor cercano le hace abrir el sobre y leer la carta. Está dirigida a Juan Guevara. Desde la embajada argentina en España le avisan que Matías Guevara ha muerto en una ruta de Asturias. Iba con una mujer joven y un niño de meses. Por los documentos supieron que eran  la esposa y el hijo. Nada le dicen de ellos.
     El está quieto, muy quieto, ya no le queda pena dentro, se ha dormido. Ella se atreve:
- Juan, Juan...- murmura  con la voz quebrada. Él se despierta asustado, observa el muro de la ventanilla y vuelve a dormirse con un suspiro hondo. La mujer coloca la carta en el sobre y la deja caer, después apoya su pie izquierdo sobre el papel y lo aleja, como para tapar el infortunio. El hombre duerme, quizá está soñando que esa carta no llegó a destino. Quizá... 

(c) Cecilia Vetti

Banfield
Provincia de Buenos Aires

Cecilia Vetti (Buenos Aires) concurrió varios años a los talleres literarios de Mirta Arlt y Mempo Giardinelli. Actualmente pertenece a la Sociedad Argentina de Escritores (Lomas de Zamora) y participa en el Grupo Literario Convergencia. Es jurado de distintos certámenes y coordina talleres literarios. Por su libro La soga del tiempo recibió la Faja de honor de la SADE (2002). 



                                                      

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