Pablo Urbanyi


tapa del libro El zoológico de Dios II
Editorial Catálogos
Pablo Urbanyi

El zoológico de Dios II
Capítulo 1


(Longchamps–Buenos Aires)

“De hecho, el mundo está lleno de esperanzadoras analogías y de huevos tan hermosos como inciertos llamados posibilidades”.

De Middlemarch, George Eliot.

“Pero, no sé cómo, somos de tal manera dobles, que lo que creemos no lo creemos y no podemos deshacernos de lo que reprobamos”.

De Ensayos, Montaigne













1 La ciudad flotante

            El tren entró en la estación de Praga. Los transbordaron a otro tren con coche cama. En la cabina apareció un aduanero prepotente que hizo temblar a su padre. Le arrancó los pasaportes de la mano y con una orden seca lo arrastró a otra parte. En cambio, la madre, alta y desafiante, hacía temblar a la mujer que la iría a revisar. Fénix registró imágenes que, con la experiencia y con los años, adquirirían otro sentido para él. Las casualidades no siempre son casuales y, a veces, se suele ser mujer policía por algo. Para una revisación completa, la aduanera iba a desnudar a la madre, y no era probable que temblara por miedo. Durante la operación, Fénix fue invitado a salir al corredor.
            Por uno de esos milagros en situaciones extremas, quizá debido a que el aduanero creyera que el trabajo lo haría la aduanera, o ésta creyera lo mismo de su compañero, o que ambos confiaran en la inocencia de los niños –y sobre todo de Fénix, cuya  cara se volvía más  atractiva por la sombra de tristeza que la surcaba –, nadie lo revisó.
            Ahora, con los codos apoyados –por su altura, tenía que ayudarse con los antebrazos– sobre el estrecho marco de la ventana, observaba otro vagón con las ventanillas débilmente iluminadas. Su pantalón corto, atraído por la gravedad por todo lo que su padre le había metido en los bolsillos amenazaba con tocar el suelo. Cada tanto sacaba los codos del marco, volvía a subir el pantalón y separaba las piernas para sostener los tirantes con los elásticos ya vencidos.  Luego volvía a apoyarse para distraerse y tratar de olvidar la pérdida de Judit, niñera, madre y tutora en el amor.
            Un sacudón brusco casi le hizo perder el equilibrio y lo obligó a manotear su pantalón. El tren había arrancado. Su padre estaba a su lado y lo ayudó a mantenerse de pie tomándolo de los hombros, le dijo: “Ya partimos a Viena. Vamos a la cabina”.
            Mientras Fénix se sujetaba los pantalones, el padre, con las manos aún sobre sus hombros, como temiendo que se escapara, lo orientó hasta ahí.
            Terminada la operación de vaciar los bolsillos de monedas de oro y de algunas joyas, después de un sándwich y unas frutas entre las que no figuraba la naranja que tanto deseaba, luego de sacarle los pantalones y los zapatos, lo acostaron a dormir. Fénix no recuerda nada de esa alegría que despiertan los viajes, verdaderos descubrimientos para los niños. Lo que sí recuerda es el traqueteo del tren que lo llevó a la partida de su pequeña ciudad natal y en un duermevela a Judit corriendo por el camino, la explosión, el entierro, para con alivio librarse de una angustia infinita al dormirse, como si cayera en un pozo oscuro, similar al que había encontrado al lado de la tumba de Judit.
            Se despertó al oír una exclamación triunfal de su padre: “¡Por fin Viena! Ahora veremos cómo es esa famosa libertad”.
            Fénix había dormido en la litera superior. Y a medida que el tren disminuía su marcha, permaneció con la mandíbula sobre los antebrazos, mirando por la ventana. Todavía era de noche, entre sombras y luces, pasaban soldados con ametralladoras o fusiles al hombro. Al rato golpearon la puerta de la cabina. Otra vez les pidieron los pasaportes.  Pero ahora el aduanero, un austríaco acompañado por el guarda, parecía un ser humano, menos feroz que el checo, y su padre hablaba un poco de alemán, lo que no impidió que su mano, a pesar de la libertad, temblara de nuevo cuando los entregó. A su pregunta, el hombre respondió que no habría ninguna revisión de maletas. Selló los pasaportes y los devolvió. El guarda perforó los boletos. Saludó con un roce de los dedos en el gorro y ambos se retiraron. Su padre comentó: “Llegamos a un mundo civilizado”.
            El aire pesado y denso de la cabina que también envolvía a Fénix había desaparecido.  Reinó lo que más adelante se llamaría una atmósfera cordial y agradable para vivir y trabajar del cuento “Para explotarte mejor”. Sin embargo, la tristeza que lo tironeaba hacia la profundidad del pozo oscuro seguía allí.
            El tren se puso en marcha. Ruido de vías, cambios de rieles, sacudones del vagón. La litera fue una cuna para Fénix, quien, apenas el tren encontró su camino y los tracs fueron regulares, se durmió una vez más sin que  lo molestaran los gemidos que, gracias a la libertad que desinhibe y la atmósfera cordial y agradable, subían de la litera inferior. No lo despertó ni la presencia del aduanero ni la del guarda en Italia.
            Abrió los ojos a la luz del día cuando el tren entraba en la estación de Venecia.
            Ya eran las tres de la tarde cuando después de muchas vueltas, buscando precios, se ubicaron en una pensión. Más que descansar del viaje, tirados en la cama, empezaron a reacomodar sus nervios sacudidos, tensos, fuera de lugar. Tal vez Fénix, a pesar de haber sentido la opresión, no era muy consciente del peligro por el que habían pasado (los pasaportes falsos, el dinero escondido en vericuetos, algo imprevisible que podría haber ocurrido en el último minuto), ni siquiera la gravedad sobre el oro  que le había arrastrado el pantalón. A pesar de haber dormido bien en el tren, además de su amargura interior, las ondas que habían emitido sus padres no habían dejado de tocarlo y de debilitar sus músculos. Se sentía cansado y con ganas de acurrucarse. Ninguno de ellos pensaba en el futuro incierto que tendría que enfrentar. Por el momento, durante la cena, bajo sus narices humeaba “una manifestación cultural”: por primera vez en su vida comieron pasta asciuta. El plato de fideos huecos fue muy comentado debido a lo absurdo de tal creación, una especie de vacío desperdiciado que obligaba a masticar aire,  y el exceso de tomate en la salsa fue criticado. El padre –no en vano era culto– recordó haber oído hablar de estos fideos tan curiosos –¿o eran de otro tipo, los espaguetis?– que Marco Polo había traído desde la China.
            La moza caderuda y pechugona que los atendía no soportó verlos pinchar los macarrones uno por uno y llevarlos a la boca para morderlos con delicadeza (de esa manera, no terminarían ni para las doce de la noche), y se tomó el atrevimiento de usar el plato de Fénix para dar una lección y ayudarlos a superar el problema de la manifestación cultural. Cuchara, tenedor, pinchar varios macarrones a la vez, enroscarlos con el tenedor metido en la cuchara y llevar el rollo de pasta a la boca, en este caso, dentro de la del alumno Fénix, para terminar con un “¡In questo modo!”.  Los padres sonrieron, dieron las gracias en varios idiomas y el progenitor comentó en húngaro: “Es lo más estúpido que he visto en mi vida: comer fideos con cuchara”. Pero  cuando  con el segundo plato bajo las narices, se dieron cuenta de que, como entrada, habían comido fideos en vez de sopa, dijo con sinceridad: “Está claro, la cultura es conocimiento, no sabiduría”.

            Al otro día se levantaron bien temprano. Hubo café con leche, medialunas y una  conversación en un idioma macarrónico con la propietaria que les dio el nombre de la pensión y su ubicación escritos en un cartoncito.
            Salieron a pasear por las veredas de los canales en busca de la basílica de San Marco. A Fénix, quien ignoraba el “yo lo vi, yo estuve allí” del prestigio social,  tampoco se le ocurrió preguntar cómo a dos ateos les podía interesar un lugar sagrado, a no ser por las palomas de la plaza que parecían haber pasado la guerra por la voracidad que mostraban al picotear el maíz de su mano y las de sus padres para que el fotógrafo ambulante sacara la foto que daría testimonio de su paso por un lugar tan famoso y la existencia de una familia feliz. Dentro de la basílica se aburrió como un soberano en un reino pacífico, y hoy juraría que a sus padres les había ocurrido lo mismo a pesar de detenerse con arrobamiento frente a los altares y esculturas de los santos catalépticos. Encontró natural el bostezo de su madre, quien, noble señora, con el revés de la mano, lo disimuló de manera delicada. 
            El viaje en góndola fue de rigor. Fénix recuerda la discusión de su padre con el gondolero por el precio, que bajando por una escalinata hasta el agua, como si hubiera sido transportado por un genio, se encontró sentado en la parte delantera de una góndola en medio de un canal y que su mano que colgaba por la borda, con el balanceo, cada tanto, rozaba el agua.  Con asombro contemplaba la ciudad que emergía del mar y que se parecía a una de ésas que había encontrado un viajero extraviado en alguno de los cuentos de Las mil noches y una noche que le solía leer Judit, mientras su mano, luego de buscar el camino entre sus muslos, descansaba o jugueteaba en el valle sedoso de la mata de tréboles, camino que, con los años, lo llevaría por una colina empinada al Calvario donde la mata, demasiadas veces, sería una corona de espinas.
            Quizá no fuera exactamente así, quizá el dolor, el fracaso y la frustración de las ilusiones que no había podido concretar le dejarían recuerdos más amargos de lo que fue la realidad. En cuanto al libro de Las mil noches y una noche, sacado de la biblioteca de su padre, Judit le había leído las auténticas. Tal vez gracias a esas lecturas no purificadas para niños, su cerebro tierno, no desarrollado, no arruinado por los cuentos especiales para niños y por los métodos educativos modernos, aunque no lo comprendiera todo, había asimilado la magia, el encantamiento y el hechizo, una manera de ver el mundo –incluso el universo, las estrellas, las galaxias, la infinitud misma– que cada tanto lo aliviaba de las amarguras reales o imaginarias.
            Sus padres se habían metido en una casilla en medio de la góndola cerrada por cortinas. Una especie de renacimiento del romanticismo moribundo, la frase “los viajes erotizan”, hecha realidad. Al final de la góndola, el gondolero que según los folletos que leería años más tarde sobre Venecia, de acuerdo con el Dolce far niente hubiera tenido que estar cantando alegres arias, en cambio remaba lanzando palabras que, por el tono rabioso, más que dulces fragmentos de ópera parecían insultos y juramentos por la negativa de su padre a pagar lo que le había pedido y que, por la situación precaria de la posguerra y quizá la necesidad de darles de comer a sus hijos, se vio en la obligación de aceptar.
            Pero éstas son reflexiones posteriores de Fénix, así como su suposición de que ahora los gondoleros tienen escondidas una radio portátil Sony con un CD de Pavarotti y, gesticulando con la boca, cantan como él. En ese momento, por el canal de una ciudad que había emergido del mar, jugueteaba con la mano en el agua, que traía el reposo, la serenidad, la paz y, cada vez que se mojaba los labios, el recuerdo salobre de cuando se metía debajo de la pollera de Judit en la cocina y buscaba el trébol de cuatro hojas con su boca . O las olas del mar, las mareas, las cascadas, en vez de energía, poder o progreso, significaban una consubstanciación con la naturaleza y el sentido del milagro de vivir. A veces dejaba que su mano trazara un surco en el agua como si quisiera cortarla para llegar hasta la oscuridad del fondo para descubrir qué clase monstruos la poblaban. Y algún día leería a los poetas y escritores que se reunirían en simposios y congresos para hablar de los misterios de las profundidades de un mar ya moribundo y cuyos secretos revelados por batiscafos habían dejado de existir. Optaría por soñar y perderse buscando la galaxia, el mundo perfecto, al final del infinito. 

            Aunque no fueran turistas en el sentido literal de la palabra, la estadía del pequeño núcleo familiar en Venecia no duró más que esos tres días y dos noches estándar que son una especie de chaleco de fuerza para el conocimiento y la vida, pero que hoy, con la ayuda de guías turísticas, se considera suficiente para empaparse hasta los huesos de una cultura y una civilización. En la pensión, con dos o tres comidas más, la perturbación de la manifestación cultural fue superada y ampliada con otros fideos como espaguetis. Por su costo y la necesidad de ahorro para establecerse en el mundo de las naranjas llamado América, el uso de las góndolas quedó descartado. Para una visión más amplia, panorámica, de esa ciudad flotante, por los canales principales y avenidas de agua hubo algunas vueltas en lanchas que oficiaban de autobuses. Pero a falta de una guía Michelin u otra similar, a ninguno de los edificios que vieron pudieron ponerle nombre y todo quedaría en un “Oh, sí, recorrimos toda Venecia. La plaza San Marcos, la basílica y todas sus maravillas”. Siempre con el cartoncito de la pensión, el turismo principal se realizó a pie; transitaron la ciudad por caminos angostos, puentes, plazoletas con puestos de venta de anguilas, almejas y ostras crudas que se comían allí mismo bañadas en limón y que su padre, en vez de otra “manifestación cultural”, consideró cosa de bárbaros. Por accidente más de una vez volvieron a encontrarse en la plaza San Marcos con su basílica y el empedrado embadurnado con las deposiciones de las palomas, un punto turístico por excelencia. Enfrente, el Palacio Ducale. De allí quedó otra foto: Fénix solo, otra vez dándole de comer a las palomas que revoloteaban a su alrededor y lo envolvían con el peligro de pinceladas que lo convertirían en parte del empedrado o en una de las esculturas de la basílica por la demora del fotógrafo. La foto: un fragmento inmóvil, muerto, del paso de Fénix por esta vida que, como Hansel y Gretel  las miguitas, dejó caer las semillas de maíz en alguna parte para, un día, volver sobre sus pasos, que se perderían como la foto.

(c) Pablo Urbanyi

Publicado con el consentimiento del autor.

Pablo Urbanyi nació en Hungría y llegó a la Argentina a la edad de 8 años. Aquí se crió y educó. Luego de publicar sus dos primeros libros, trabajó en el Suplemento Cultural del diario La Opinión. Emigró a Canadá en 1977. Escribió aproximadamente 10 libros, algunos de ellos fueron traducidos al inglés, francés y al húngaro. Fue finalista del Premio Planeta argentino con su novela Silver, y recibió otras menciones.  Sus dos últimas publicaciones son la segunda edición íntegramente reescrita de Un revólver para Mack y El zoológico de Dios II editados por Catálogos. Pronto se presentarán en Ottawa.

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