Ana María Manceda





Desde el árbol rojo*


                  La luz rojiza fluye a través de las cortinas transparentes, iluminando de manera intermitente las perfectas caras de variadas y  exóticas muñecas dispuestas en el anaquel. Algo despertó a Helena, no tenía conciencia de la hora, el calor que irradiaba la calefacción hacía pesada la atmósfera. Aún medio dormida captó  la belleza que provocaba la luz en las imágenes de las muñecas. De pronto escuchó un llanto de persona adulta, sonaba único en el silencio nocturno de la ciudad. A los tropezones se fue acercando a la ventana, su grácil cuerpo de trece años recibía los flashes de la luz rojiza, como si en su andar un duende la fuera fotografiando.
               Su cuarto queda en el primer piso de la casa  paterna, desde esa posición se observa el inmenso cartel luminoso que  se encuentra en el negocio de la acera de enfrente, dominando el paisaje urbano. La calle estaba mojada por la pertinaz lluvia invernal, pero lo que más le atrajo la atención fue el soberbio Arce que disimulaba su desnudez emitiendo la luz del cartel. Al bajar la vista vio a un hombre sentado a los pies del arce, las manos en la cabeza, llorando. Transmitía tanta soledad que la niña sintió deseos de bajar y poder consolarlo ¡ Imposible! Luego de un rato el desconocido se fue tambaleando. Helena ya no podía dormir, sintió vergüenza  de ir hacia sus padres, prendió la luz y buscó un libro para entretenerse, miró el reloj, era casi la una de la mañana. Al fin decidió anotar en su cuaderno de  “Memorias” lo sucedido, la había impactado el dolor del hombre y la belleza de las imágenes.
                 Desde esa noche, Helena encontró una necesidad misteriosa de esperar la oscuridad, ver el juego de luces que brillaban en las muñecas y la posibilidad que regresara el extraño al árbol rojo. Su joven mente fantaseaba con distintas historias en las que involucraba al desconocido. Hasta que una noche escuchó en la calle murmullos y quejidos, saltó de la cama y corrió hacia la ventana. Una pareja se besaba apasionada bajo el árbol,  sus cuerpos fusionados  se movían rítmicamente. En una de las contorsiones que los amantes ejecutaban, la niña pudo ver el rostro de la mujer, éste tenía una expresión que Helena jamás había visto en ninguna persona, sus ojos abiertos, claros, transmitían un éxtasis cercano al sufrimiento. Toda la escena parecía irreal, la soledad de la calle, el árbol desnudo y  la pasión de la pareja delatada por los destellos rojos que jugaban entre las ramas invernales.  Luego que se fueron, no  pudo dormir, ni leer, ni escribir.  Sentía sensaciones nuevas, sus manos recorrían el joven cuerpo sorprendido, la noche se le hizo interminable.
                  Los padres de Helena se sorprendieron ante sus cambios de actitud. Se la veía más determinante, sus posturas de niña mimada e hija única se diluían ante una mirada que transmitía   ferocidad y rebeldía. Por las noches se iba tarde a acostar,  se negaba a estar pendiente si la pareja volvía. Una noche volvió a acontecer lo del hombre llorando, pero lo más sorprendente aconteció un lunes. El cansancio luego de una jornada escolar intensa hizo que fuera más temprano a su cuarto. Luego de leer un rato apagó la luz y al mirar a las muñecas su sorpresa  fue muy grande  al ver que las mismas brillaban bajo una luz azulada. Se acercó a la ventana y descubrió que el cartel de propaganda ya no era el mismo, lo suplió otro, de distintas características que emitía una luz azul. Anunciando la primavera, el arce lucía sus ramas con  brotes  como si fueran millares de zafiros. A los pies del árbol yacía una joven tapada con una capa negra, en partes abierta, por la que sé entrevía un vestido de tules, como de bailarina. Buscó su cara, cuando la luz azul la mostró, reconoció a la amante desconocida, estaba desfigurada y  con una expresión  de terror. Helena se fue a acostar,  esta escena la  había impresionada de tal manera que sintió su niñez  huyendo  para siempre, se tapó la cabeza con la almohada y lloró.
                Los días primaverales comenzaron a alegrar la vida, el invierno dejó su energía para que ésta se desplegara. Las noches eran tranquilas, solo rompía la armonía el aullido de las sirenas policiales y de las ambulancias. Una tarde, casi a  la finalización de las clases, Helena volvía del colegio, los pájaros aturdían en el frondoso arce, unas vecinas pasaban con sus compras, conversando de manera alterada.- Ella lo mató -¿ Quién, la bailarina? - Sí, se querían mucho, pero él la celaba y parece que le pegaba, llegó a desfigurarla. Helena no quiso escuchar más, aparecieron en su mente imágenes dispersas, caras de sufrimiento, el tul de la mujer bajo la  capa, su cara de terror. Aceleró el paso, no podía contener las lágrimas, sintió asco y rechazo hacia algo pegajoso que se adhería a su cuerpo adolescente.  Sintió la necesidad de estar con sus padres y sentirse de nuevo  pequeña, muy pequeña.
(c) Ana María Manceda
San Martín de los Andes
Provincia del Neuquén
Argentina
*Cuento Selección de Honor por concurso. En antología “Cinco Sentidos” de CREADORES ARGENTINOS, Abril 2010.

Sobre la autora:

Ver espacio de autor:Ana María Mancedaimagen:

Sandro Chía, La bujía (de la muestra La Transvanguardia italiana en la Fundación Proa)

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